La cotidianidad del horror

Roberto Ampuero | Sección: Política, Sociedad

Lo peor del horror es que nos vamos acostumbrando paulatinamente a él. Todo horror termina por anestesiar y domeñar al ciudadano y por volverse cotidianidad, instalándonos en una pesadilla perpetua, que se vuelve piel nuestra. “Cuando una se acostumbra al horror -dice la escritora chilena Marcela Serrano-, éste deja de verse, por tanto de existir. El horror mismo lleva a perder las proporciones del horror”. En rigor, el desgaste sicológico de vivir en el horror es inconmensurable y el deterioro del tejido social, aterrador. Terminamos buscando un último refugio frente a la delincuencia y el avance del narco entre los muros de nuestra vivienda, los seres en que confiamos o bien sumergiéndonos simplemente en libros y filmes.

En el Chile de hoy la delincuencia extrema es el horror al que nos hemos ya acostumbrado. Ya no nos azora este horror que campea a toda hora y por doquier destruyendo nuestra libertad, anulando nuestra seguridad, minando nuestra felicidad, violando derechos humanos básicos, el derecho a la vida y la seguridad, entre otros, el derecho a disponer y gozar de nuestras vidas y bienes, el derecho a que el estado, que mantenemos con nuestros impuestos, nos proteja cumpliendo con su deber elemental, el de brindarnos seguridad.

Hasta hace algunos años, cuando visitaba ciertos países de la región con graves problemas de seguridad pública, me causaban escalofríos los relatos que escuchaba sobre la delincuencia local. Las escenas descritas -secuestros, asaltos armados a casas, despojo de automóviles en plena vía pública, balaceras, ajustes de cuentas, sicariato, chantajes, escoltas, autos blindados, en fin- todo eso pertenecía a realidades inimaginables en Chile. Me preguntaba cómo podían sobrellevar mis amigos la vida en esos lugares, y la respuesta era casi siempre la misma: “A todo se acostumbra el ser humano”. Hoy, cuando me llaman, suelen preguntarme si no quiero trasladarme a sus países, ya que allí habría alcanzado la inseguridad un cierto estancamiento, a diferencia de Chile, donde sigue en alza.  

Lo cierto es que hoy en Chile salimos a la calle temiendo ser víctimas de un asalto y ansiamos que, en caso de sufrir uno, ojalá sólo nos roben pero no nos maten, y al atardecer retornamos a casa atentos a un eventual “portonazo” para acostarnos temiendo despertar en medio de la noche apuntados por un arma. Es claro que el crecimiento de la delincuencia es anterior a este gobierno, viene de hace mucho, pero, como dice la ex Canciller Federal alemana Angela Merkel, quienes postulan a ser gobierno deben llegar a él no a enterarse de los problemas nacionales sino a solucionarlos, ya que por algo postularon al mandato.

Me deprime observar cómo varias de las figuras descollantes del actual gobierno arrastran los pies al verse obligadas a transitar, por la envergadura de la crisis de seguridad, desde la descalificación y la condena sistemáticas de las policías hacia el reconocimiento de que sin ellas una noche más oscura y sangrienta aún se cerniría sobre nuestro país. En ese tránsito que ejecutan a regañadientes las autoridades repiten obcecadas sus advertencias a los policías de que deben respetar los DDHH, como si la violación de estos por parte de Carabineros, la PDI o las fuerzas armadas, y no las criminales acciones delincuenciales, fuesen gran el problema del país.

Decidí alejarme hoy del omnipresente tema del plebiscito constitucional pues vivo en una zona rural del centro de Chile, donde casi nunca pasaba nada y sólo algún esporádico crimen daba para años de animadas tertulias a media voz en bares y cafés, y los robos se reducían a lugares deshabitados y los carteristas no existían. Desde mi infancia recuerdo que Olmué, Limache y sus alrededores constituían un vergel seguro y generoso que también acogía a gente de la costa que huía de la invasión santiaguina y mendocina que se adueñaba de Viña del Mar en verano. Lo cierto es que a lo único que había que temer en esa zona interior era al peuco que se llevaba los pollos por los aires, o los perros callejeros que lo podían morder a uno cuando iba a la plaza por el diario. Ahora todo cambió y para peor, pero el drama no aparece en los medios ni en la preocupación de los políticos nacionales.

Sin embargo, en muchos lugares parecidos al mío la gente también vive preocupada por su seguridad y se han organizado u organizan para enfrentar esta situación cruel, agobiante e inédita. Las personas se comunican vía chats, y algunos se coordinan para ir en ayuda de vecinos asaltados, lo que intensifica la cohesión de la comunidad. Por aquí o por allá aparecen programas para instalar cámaras ciudadanas de vigilancia, y todo el mundo está alerta para ver quién pasa por su calle. La inquietud crece cuando aparecen perros guardianes envenenados o puertas con marcas, probable información entre delincuentes.

Por acá se roban autos viejos y nuevos, han asaltado a la luz del día en la calle comercial de la ciudad y, cuando uno menos se lo espera, los chats dan la alarma: alerta todos, avisar también a Carabineros (que no dan abasto y carecen a veces de recursos para reparar sus vehículos); atención, un vehículo sospechoso transita por tal calle aledaña; desconocidos parecen estar averiguando si hay casas vacías; enciendan por favor las luces de las casas y hagan ruido. Y en efecto, he visto videos mostrando a sujetos chequeando a las tres de la mañana y con total desparpajo puertas y portones de algunas viviendas.  

En los alrededores de mi pequeña ciudad ha habido hasta “portonazos”, asaltos a viviendas por bandas de delincuentes que han disparado contra el dueño de casa, y hemos tenido asaltos a negocios, ajustes de cuentas, intentos por arrastrar cajeros automáticos, hemos visto vehículos incendiados en los puentes para impedir la persecución policial, en fin, un cuadro que atemoriza e inquieta y muestra la escasa presencia del estado. Los delincuentes vienen en su mayoría de la capital, y no es extraño pues todos saben que se refuerza a Carabineros en barrios de Santiago pero con efectivos sacados de barrios “seguros”, estrategia que a los delincuentes los lleva a desplazarse a otras comunas.

Ahora en mi pequeña ciudad las calles se vacían temprano, y en la noche se escucha a veces el paso rugiente y desafiante de vehículos con escape libre o el estampido lejano de balazos, y a veces hasta se lanzan fuegos artificiales de día, señales inequívocas del arribo de drogas, según los expertos. Insisto: todo esto en pueblos o ciudades pequeñas donde antes no pasaba nada.

El temor es profundo y deja huellas en todos, y el miedo está vivo y contagia, y así el horror se ha vuelto cotidiano en comunidades donde hasta hace poco el día a día era seguro, tranquilo y monótono. Y como si todo esto no bastara, el gobierno anuncia su decisión de despojar de armas a los vecinos, a la gente pacífica y honesta que las conserva en casa para proteger su vida y la de su familia, y (¡tamaña ingenuidad!) también anuncia que se las retirará a los delincuentes. No hay que haber ido a la universidad para saber quiénes quedarán desarmados y quiénes doblemente armados.

Sobre esta realidad del Chile profundo pocos hablan porque los dramas de los pueblos y ciudades pequeñas de Chile no definen -como los de las metrópolis- elecciones ni elevan el rating de los noticieros. Las operaciones “represivas” tienen lugar en los “copamientos” del barrio Meiggs o la “recuperación” del centro histórico de la capital, por ejemplo, donde la población (y los electores) es cuantiosa. Ni la elite social ni la “casta” gobernante (concepto de Podemos en España) viven estas realidades que causan una triste sensación de orfandad y desamparo, y dejan al desnudo la ausencia del estado y de políticas eficaces para reprimir a los antisociales mediante el uso de la fuerza legal.

Son realidades duras, denigrantes, inaceptables e indignantes que pueden conducir a otro estallido que no deseo a nadie, menos a este gobierno que lamentablemente sigue mostrando impericia en ámbitos sensibles. Sin embargo, las encuestas son contundentes y muestran que es en los sectores vulnerables donde se registra el mayor repudio al oficialismo, el que, conjeturo, no sintoniza con la realidad por razones políticas, ideológicas o sociales, o bien porque habita barrios resguardados y se traslada en vehículos con escoltas.

No sorprende en este ambiente que todas las encuestas coloquen a los integrantes de la PDI y Carabineros de Chile entre las instituciones más respetadas y respaldadas por la ciudadanía. Sí sorprende e irrita que muchos de quienes han injuriado y criticado durante años a estas instituciones, así como a las fuerzas armadas, y que hoy ocupan altas posiciones en la República aun no se disculpan ante ellas como corresponde por ética y mínima nobleza. La ciudadanía sabe que estas instituciones tienen restricciones en el uso de la fuerza legal para enfrentar a la delincuencia, el narco y los anarquistas, creando así desconcierto entre los agentes de la ley, lo que explica que haya disminuido el número de aspirantes a ingresar a Carabineros y muchos busquen un pronto retiro de la institución. Todos saben que reacciones policiales que son autorizadas en sociedades democráticas pueden costarle a los policías chilenos la carrera y demandas judiciales, así como quedar expuestos a aparecer identificados con foto, nombre y apellido en la prensa.

Como chilenos nos consume a diario la preocupación que causan las noticias de frentes en extremo críticos: inmigración ilegal, narco, delincuencia, etno-terrorismo, anarquismo, inflación, desempleo, polarización nacional, tomas de propiedades, plebiscito, etc. Pero en este abrumante paisaje no debe seguir ignorándose la incertidumbre en que viven hoy comunidades que hasta poco eran remansos de paz, tranquilidad y austero buen vivir, fuentes de tradiciones, el origen del Chile austero, sacrificado y resiliente que nutre el alma nacional. Si la perdemos, al país le llevará años, si no decenios, recuperar la unidad nacional y la vitalidad para impulsar la tarea de poner de nuevo a Chile en la senda del crecimiento, la prosperidad y una mejor casa para todos.  

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El Líbero, el jueves 11 de agosto de 2022.