“¡Es la cultura, estúpidos!”

Gastón Escudero P. | Sección: Arte y Cultura, Educación, Política, Sociedad

La elección presidencial de los Estados Unidos de 1992 parecía ganada para George Bush cuando, en un audaz movimiento, el estratega de la campaña demócrata decidió enfocarla en los temas cotidianos de la gente, como la economía. Sorpresivamente, Clinton ganó la elección. Y uno de los slogans de la campaña, “¡Es la economía, estúpido!”, se popularizó. 

En este otro lado del mundo y 30 años después, la derecha “no da pie con bola” porque cree que la clave es la economía, pero se equivoca: es la cultura. Veamos.

El marxismo clásico postuló que la sociedad era estructuralmente opresora, esto es, se organiza sobre instituciones impuestas por una minoría para explotar a la mayoría. La base de la organización social estaría conformada por la propiedad privada y las relaciones de producción, sobre las que se levantan las demás instituciones: primero la política y luego la cultura (la religión, la filosofía, el arte, los valores morales, etc.), las que perpetúan las desigualdades y la explotación. La solución sería la revolución del proletariado que permitiría a la clase obrera usar el poder político para terminar con las relaciones de producción, redimir a los hombres y construir una sociedad sin clases. 

A comienzos de los años 90, la caída de los regímenes comunistas europeos obligó a los marxistas a reenfocarse. Introdujeron en su relato el axioma de que la sociedad cristiana occidental, fruto de siglos de evolución cultural, estaría plagada de formas de explotación y, para remediarlo, los cambios ya no había que hacerlos en el nivel económico-político sino en el nivel cultural. La revolución consistiría en que los oprimidos de las distintas clases sociales tomen conciencia de su calidad de tal, formen alianzas y gradualmente vayan inyectando en la sociedad sus valores para apoderarse del Estado burgués y, desde allí, destruir −“deconstruir” es el concepto que acuñaron, algo así como “desmantelar”− la concepción de mundo de la clase dominante y así imponer su “hegemonía cultural”. 

Para ello, los marxistas se encargaron de crear en el imaginario popular tantos grupos oprimidos como fuera posible: pobres, mujeres, minorías sexuales, minorías étnicas o raciales… La cantinela de la desigualdad fue desarrollada, enseñada y elevada a categoría de decálogo en universidades, primero, y en escuelas después, mientras los medios de comunicación se hacían eco del discurso deconstructivo. Cundió entonces la victimización entre los jóvenes, buscando identificarse con cualquier grupo supuestamente oprimido para culpar a las estructuras y a los “privilegiados” de sus fracasos, reales o imaginarios. La así llamada “ideología woke” viene ser el resumidero donde todas las corrientes de la deconstrucción se han amalgamado. 

En Chile, los valores de la cultura cristiano occidental están plasmados en los arts. 1 y 19 de la Constitución de 1980: sociedad basada en las libertades de las personas, familias y cuerpos intermedios, con Estado subsidiario. Aquí radica el espectacular desarrollo social experimentado en los últimos 47 años. Pero en las últimas tres décadas el país importó el neomarxismo (bajo el rótulo de “progresismo”) y lo dejó crecer como un cáncer con la complicidad, al menos pasiva, de la derecha, que entregó a la izquierda el terreno cultural creyendo que bastaba con la economía para satisfacer las aspiraciones del espíritu humano. La explosión del estallido delincuencial de 2019 constituye precisamente manifestación del odio −disfrazado de “demandas sociales”− a la cultura cristiano occidental, inculcado en las nuevas generaciones por tiempo suficiente, pero la derecha sigue sin comprender que su deber en esta hora crucial es dar la lucha cultural.

La izquierda de hoy es la más radical que haya existido en la historia. No le interesa apropiarse sólo de los medios de producción, eso es un detalle: quiere acabar con la distinción hombre – mujer, el matrimonio, la familia tradicional, la crianza de los hijos por sus padres, la religión y la moral cristianas, y también la libertad económica. Viene por todo. Frente a ese ataque, la única actitud moralmente aceptable que cabe es la defensa irrestricta de nuestra cultura patria, al costo que sea.