La continuidad, base del desarrollo de Chile

José Tomás Hargous F. | Sección: Historia, Política

Este mes conocimos la versión final de la propuesta de nueva Constitución Política que será plebiscitada en el próximo 4 de septiembre. Revisemos algunos de los riesgos más patentes del borrador despachado por la Convención, y contrastémoslos con el desarrollo de la Constitución histórica de Chile. 

Algo interesante de la propuesta es que, al contrario de lo que dice el nombre del régimen elegido –“presidencialismo atenuado”–, el centro de gravedad del régimen político efectivamente diseñado pasa del Presidente a la Cámara de Diputados, que se llamaría Congreso de los Diputados. Esto tendría sentido en un país de tradición parlamentaria o en Estados, como el peruano, en los que el Poder Legislativo es de mayor preponderancia que el Ejecutivo. Por el contrario, Chile construyó su orden político en torno a la figura del Presidente de la República, y de su diferenciación respecto del Congreso.

Pero no se queda sólo ahí, sino que el régimen podría transformarse de facto en un “hiperpresidencialismo” mucho más fuerte que el que supuestamente hoy tenemos: como se eliminarían los quórums especiales, si el Presidente obtiene mayoría en la Cámara, podría convertirse –virtualmente- en un dictador, controlando absolutamente y casi sin contrapeso, al principal órgano de este nuevo Estado. 

Nuevamente, esto se diseña en contraposición a la historia constitucional de Chile, que frente al Presidente -supuestamente todopoderoso- alzó un Congreso relevante que hiciera de contrapeso al poder del jefe de Estado y que fue –de acuerdo con el historiador Bernardino Bravo– “el parlamento de más larga data en el mundo hispánico”. Y la Convención le dio otra apuntalada a dicho Poder Legislativo eliminando el Senado y sacando a la morigerada Cámara de las Regiones del Congreso –lo que se denominó “bicameralismo asimétrico” pero que parece más un unicameralismo con cámara consultiva–.

Otro tanto pasa con el poder judicial. No sólo se le cambia el nombre a “Sistemas de Justicia”, con la división consiguiente en sistemas alternativos para indígenas y no indígenas, sino que se le politiza al dejar la elección de sus miembros casi en exclusiva a un inédito “Consejo de la Justicia”, que no será fiscalizado por nadie y cuyos miembros serán elegidos sin el concurso del Presidente, con participación de jueces, funcionarios del poder judicial, representantes de los pueblos indígenas, el poder legislativo y el nuevo órgano de alta dirección pública.

Todo esto nos muestra el principal defecto de la propuesta que entrega la Convención: el afán refundacional. Y es que el “octubrismo”, más que ir contra “los últimos 30 años”, lo hace contra toda la historia de Chile, tanto antes como después de 1810. Y es que Chile ha basado su desarrollo institucional en torno a la continuidad y no al cambio. Como decía Jack el Destripador, vamos por partes. 

En primer lugar, el Presidente de la República, sobre quien se cimentó toda la institucionalidad desde 1830 –con un breve lapso pseudoparlamentario entre 1891 y 1925–, es heredero del Presidente colonial, quien encabezaba la Gobernación (gobernador), la Real Audiencia (presidente) y las fuerzas armadas (Capitán General). Fue ese Presidente el que hizo que Chile fuera el tercer país más estable del mundo durante el siglo XIX y uno de los más estables del continente durante los 200 años de vida independiente. Al mismo tiempo, nuestro poder judicial es continuador de la Real Audiencia –que subsiste en la Corte de Apelaciones de Santiago–. El Poder Legislativo, como decíamos, continúa de forma prácticamente ininterrumpida desde 1811, y de forma bicameral desde 1828. 

Por su parte, la Universidad de Chile, fundada en 1842, es continuadora directa de la Real Universidad de San Felipe (1727) y del Instituto Nacional (1813) (que a su vez fue la continuación del Convictorio Carolino), y la Universidad de Santiago hace lo propio con la Escuela de Artes y Oficios (1843). Además, el Ejército, aunque tradicionalmente se dice que fue creado en 1810, en Chile existe en forma permanente permanente desde 1605, creado por el Gobernador Alonso de Ribera y financiado por el Real Situado. Su Patrona y Generalísima, la Virgen del Carmen –a quien celebramos este mes–, ha sido nuestra Madre desde que llegaron a estas tierras los españoles –con el Santuario de La Tirana, fundado por la expedición de Diego de Almagro–; fue la que intercedió por nuestra Independencia con el voto carmelita de Bernardo O’Higgins; y, hasta hoy, nos cuida como Reina y Madre de Chile.

Todas estas instituciones –que la Convención busca borrar de un plumazo– nos muestran que Chile ha construido su progreso político, institucional y religioso, con mucha más continuidad que cambio; no sólo en los últimos 30 años, sino que en los 200 desde la emancipación, y en los 500 de desarrollo como nación. Y son las que lo hicieron un país distinto, con estabilidad, orden y progreso. Nadie niega que haya mucho que mejorar, pero nuestra historia nos muestra que la continuidad y la reforma, es decir, construir sobre lo preexistente, y no la revolución y la refundación, son los caminos más efectivos para el verdadero progreso.