Armas de distracción masiva

Carlos López Díaz | Sección: Educación, Política

Como es sabido, las armas de destrucción masiva de Sadam Husein nunca fueron encontradas. Al menos, por quien las buscaba, si es que realmente creía en ellas. Pero a cambio, lo que tenemos ante nuestros ojos, las veinticuatro horas del día, son las armas de distracción masiva. Algún lector apresurado quizás ahora relea el título de este escrito y se dé cuenta de que había entendido otra cosa. Hay que prestar atención, aunque eso sea precisamente lo que no quieren que hagamos los medios de comunicación. Ellos son las auténticas y 

No deja de resultar cómico que el mediablishment, como podemos llamarlo con más brevedad, se muestre tan preocupado por los bulos, llamados fake news por aquellos que creen que diciendo las cosas en inglés suenan más inteligentes o nuevas. Esto es como si la mafia protestara por los carteristas que van por libre. Los verificadores son unos señores que se dedican a desmontar solo los bulos que molestan a sus jefes, aunque no conformes con eso, incluso se los inventan, para poder lucir mejor su impagable labor. Señalan un meme cualquiera, un fotomontaje obvio, realizado con evidente intención satírica o alegórica, de los que hay cientos, y nos revelan que se trata de una falsedad. No había ataúdes alineados en la Gran Vía madrileña, durante la pandemia. Menos mal que estaban ellos para salvarnos del terrible engaño. Y por cierto, Don Quijote nunca existió. Fue un producto de la fantasía de Miguel de Cervantes, un excombatiente, probablemente facha.

Distraerse es tener ocupada la mente con lo que no es importante, con lo que no es esencial, con lo secundario, lo frívolo. Para Pascal, todo lo que no era meditación sobre Dios y la muerte era divertissement, literalmente diversión; que no en vano, en lenguaje militar, sigue significando la acción de atraer, desviar la atención del enemigo fuera del escenario donde se planea el ataque principal. Pero es oportuno añadir lo que escribió Donoso Cortés: “toda verdad política o social se convierte forzosamente en una verdad teológica”, por lo que su negación, es decir, la mentira, en última instancia no deja de ser una falsedad sobre Dios, sobre su existencia, su naturaleza y en consecuencia sobre el hombre. En eso está el mediablishment, todos los días, a todas horas. En oscurecer al verdadero Dios para movernos a idolatrar a los falsos diosecillos del dinero, del sexo, de la salud, del poder.

Si esto suena muy reaccionario es porque lo es. En efecto, cuestionar desde el origen el error fundamental de la modernidad, que es la ruptura con Dios, es la esencia del pensamiento reaccionario; lo demás es secundario. Ser reaccionario no es tener nostalgia de épocas pasadas, sino de los principios que estas ya desobedecían con ardor. Pero al menos no se enorgullecían de ello. Pecaban, tanto o más que nosotros, pero no tenían la desfachatez de negarlo, de negar que el pecado existe. Se mataba, se robaba, se encarcelaba, pero al menos no te decían que es por tu bien, que es por la democracia y la sostenibilidad. Existía una cosa llamada pudor, que no anda muy lejos de la piedad. Quizás la mayor prueba de la impiedad de nuestro tiempo es su impudor, el festival repugnante de las miserias humanas puestas a la venta en infectos platós televisivos, a modo de coliseos que han sustituido la sangre por las lágrimas tasadas y otros fluidos corporales.

La naturaleza de los medios de distracción masiva es tan obvia que no hace falta ser un reaccionario como quien escribe para advertirla. Iñaki Domínguez, autor no precisamente reaccionario, ni siquiera conservador, en un ensayo más que notable (Homo relativus. Del iluminismo a Matrix. Una historia del relativismo moderno, Akal, 2021) realiza un análisis de los medios de comunicación inobjetable. “Parece un hecho que el lector de prensa se halla ‘vendido’ ante unos medios que modelan su experiencia del mundo, siempre y cuando dicho lector o lectora no cuente con datos de primera mano. (…) Lo importante es diseñar o configurar una realidad deseada, de acuerdo con el enfoque de un periodismo postmoderno sin anclaje fáctico.” En otras palabras, la realidad importa una mierda, lo importante es que la gente piense correctamente acerca de los asuntos que nos interesa destacar, sean la inmigración, el cambio climático o la afectividad sexual.

Se trata de seleccionar lo que debe ser noticia, o lo que es lo mismo, silenciar lo que no conviene que se sepa, ni que sea objeto de debate. Una vez hecho esto, es pan comido introducir tu interpretación de los hechos, porque el interlocutor está de principio desarmado, no tiene medios para elaborar su propia opinión, debido a que se le han hurtado datos esenciales. Solo le queda repetir como el eco los tópicos editoriales. No es apenas necesaria la mentira directa, aunque tampoco se renuncie a ella, en casos desesperados, en los que hay en juego mucho dinero y sobre todo mucho poder. Terroristas suicidas en los trenes de Atocha y lo que haga falta.

Incluso los que somos más críticos caemos a menudo en las trampas, en las maniobras de distracción de los medios. Hoy (cuando sea) es por ejemplo el día del Orgullo LGTB, y ya entramos todos al trapo, aunque sea para criticarlo, para satirizarlo. Es lo que ellos, el mediablishment, pretenden. Que hablemos en cada momento de lo que toca, del tema de la agenda. Así de paso les confirmamos que todavía hay mucho homófobo suelto, que “queda mucho por hacer”, mucha subvención que pagar a las organizaciones paragubernamentales que viven del eterno victimismo.

Sería bueno que empezásemos a combatir a los medios de desinformación empleando su arma más poderosa: el silencio. No les hagamos el juego difundiendo sus hashtags, aunque sea para discutirlos, para combatirlos. Al final, lo único que conseguimos es que presuman del número de cuentas que los repiten, sumándolas como si todas fueran a favor. No hablemos de lo que ellos dicen que toca ahora, sino de lo que cada uno de nosotros crea verdaderamente relevante, hoy y siempre. No seamos títeres de la actualidad, salvo cuando esta pasa por las cuestiones realmente importantes, como son el derecho a la vida, la libertad de conciencia o la soberanía nacional.

Tampoco caigamos en la inversión mecánica del discurso mediático, basado en el falaz (y cómodo) planteamiento de que el único criterio de verdad es la negación de lo que diga la televisión, contradecir la “verdad oficial”, sin necesidad de mayor esfuerzo intelectual. Así muchos acaban poniéndose del lado del dictador y criminal Putin porque la línea editorial de la mayoría de medios es favorable a Ucrania. Prefieren mirar la nariz de Zelenski que las ojivas nucleares de Rusia. Como los curanderos que venden sus patrañas hablando mal de la “medicina oficial”. Pues claro que la medicina comete errores, y que no es socialmente inocente, sino que está condicionada por intereses de compañías farmacéuticas. Pero eso no convierte en mentira todos los avances médicos de los últimos cien años, ni mucho menos convierte en verdad las supercherías de los curanderos.

No hay una fórmula mágica para acceder a la verdad. De hecho, rara vez llegamos a conocerla, en el mejor de los casos solo alcanzamos atisbos de ella. Esto nos debe poner en guardia contra los bulos que circulan a la velocidad de la luz por internet, pero aún más contra los poderosos medios de comunicación que tratan de orientar nuestra opinión para que seamos unos ciudadanos y consumidores dóciles, a menudo sugiriéndonos falsas rebeldías controlables. Hay que ser críticos, es decir, plantearnos siempre unas pocas preguntas fundamentales: ¿Cómo sabemos que esto es así, qué pruebas hay, en qué contexto se origina tal imagen o material audiovisual supuestamente obvio? ¿Quién dice realmente esto, de dónde procede la noticia, qué intereses puede haber detrás de que creamos tal o cual cosa?

Sobre todo, pensemos en lo que no nos cuentan. La clave está ahí, fuera del foco mediático. En la lectura, la investigación individual, a la medida de las fuerzas y el tiempo de cada uno. Y si no conocemos de un asunto por nuestros propios medios, lo mejor es suspender el juicio, no opinar, que es algo distinto de no querer mojarse. No opinar empieza por poner en cuestión, con humildad pero sin achantarse, la opinión preponderante. Y sin necesidad de sustituirla por ninguna contraopinión infundada, a veces más delirante que el discurso que se pretende cuestionar, lo que solo contribuye a reforzarlo.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por el autor en su blog Cero en Progresismo, el sábado 2 de julio de 2022.