La falta de un proyecto nacional

Benjamín Lagos | Sección: Historia, Política

El proceso constituyente ha mostrado a los chilenos la voluntad de poder sin límites de la izquierda radical. Como prueba más reciente de ese empeño, la mayoría de las fuerzas políticas de la Convención Constitucional aprobó en comisión una norma transitoria en virtud de la cual, de entrar en vigor el proyecto como nueva Carta Fundamental, el Congreso actual no podrá modificarla sino por dos tercios de sus miembros en ejercicio. Si bien el pleno con posterioridad rechazó esta norma, volvió a comisión para un nuevo examen.

El convencional Fernando Atria, eminencia gris del proceso revolucionario, justificó esta norma, contradiciendo su diatriba de larga data contra los quorum agravados de la Constitución vigente. “No es una trampa, es un modo de proteger la Constitución de instituciones que no tienen razones para tener lealtad con ella”, señaló. La tosquedad de su sofisma -que divide a Chile y sus instituciones entre “leales” y “no leales”, o sea, traidores- delató su objetivo: proteger “su” Constitución a toda costa, aun contra la voluntad de un órgano democrático (y electo con más votos que la Convención) como el Congreso actual. 

Más allá de las vestiduras que se han rasgado en la izquierda y la derecha, este episodio deja en claro que, cuando la Constitución es reflejo de un proyecto político determinado, es natural que el sector que la haya creado quiera protegerlo; por ejemplo, con un quorum de reforma de dos tercios. Así ha pasado con todas nuestras Constituciones y de seguro ocurrirá con las venideras. Ambos lados del espectro político deberían sincerarse.

Lo anterior es la comprobación de que Chile, salvo en cortas etapas de su historia, y como los demás países de América Latina, por desgracia ha sido siempre un país de partidos, de grupos. Nuestras Constituciones siempre han sido hijas de nuestras divisiones. No ha existido, por tanto, un proyecto nacional que interprete a la enorme mayoría de los chilenos. Es un gran vacío, del cual debemos tomar conciencia de una buena vez.

Esto no ocurre en Estados Unidos, Alemania, Francia, Italia o incluso España, donde la cohesión en torno a la Constitución es férrea en casi todo el espectro político. Qué decir de Reino Unido, Canadá, Australia o Nueva Zelanda, cuyas normas de rango constitucional son múltiples. En cambio, en Chile y en general en América Latina somos incapaces de distinguir entre una Constitución y un programa de Gobierno. Por eso las Constituciones nacen con fecha de vencimiento.

A falta de ese acuerdo nacional, lo que nos queda de momento (pues alguna norma suprema debe haber) es que el contenido de la Constitución sea adecuado. Sobre ello, finalmente, debe radicar la evaluación del texto de la Convención. Y su nota es roja: es un proyecto de las izquierdas que desintegra la Nación en compartimentos identitarios y estancos, que impone al Estado deberes irrealizables de todo tipo y que diseña un sistema político sin los frenos y contrapesos propios de una democracia representativa. Solo cabe entonces perfeccionar la Constitución vigente, a la espera de que, algún día, nuestra norma suprema deje de ser fuente de divisiones entre los chilenos.