De la trampa al embaucamiento

Joaquín Fermandois | Sección: Historia, Política, Sociedad

El núcleo de la demanda por una nueva Constitución, además de la legitimidad de origen, fueron los derechos sociales. No bastaba que la Constitución actual, de 1980, 1989 y 2005, incluyera la expresión de que Chile es un “Estado social”. Se exige mucho más, un brinco excelso, que los derechos deben quedar escritos en la Constitución, en ingresos, salud, educación, y que en otros aspectos el funcionamiento del país refleje literalmente lo que ordena la Carta Fundamental.

Veamos. Con la economía moderna, la riqueza se multiplicó y asomó por vez primera la posibilidad de superar la pobreza; también apareció la conciencia de que estaba mal distribuida en la población. Si bien en los países que llamamos desarrollados los niveles de vida mejoraron gradualmente en el siglo XIX, y espectacularmente en el XX, en un proceso que se repite casi sin excepción, las diferencias resaltaban bastante más que las mejorías. Con el aumento de la agitación política, lo hicieron las tensiones.

Había dos vías compensatorias. Una, la racionalidad del mercado con sus ajustes automáticos, en salarios y precios, que responde a una parte de la experiencia de la economía moderna. La otra viene de las políticas públicas que crean un marco de igualdad mínima para la mayoría, en salud, educación y seguridad social. La primera ha demostrado su capacidad y limitaciones, mientras que la segunda ha sido la más visible y, no cabe duda, es la que con mayor rapidez opera en las emergencias (catástrofes, crisis económicas no inducidas); sostenida en el tiempo y avanzando más allá de una frontera invisible, es contraproducente no solo para el proceso económico, sino en la misma protección social. Es algo parecido a lo que se ha llamado el “comunismo de familia”, que los padres al interior de esta no se comportan por lo general como maximalistas del provecho, sino que tienden a compensar la debilidad de uno u otro hijo y en principio hay una tendencia a la igualdad entre sus miembros. Si no existe, se esfuma la caridad indispensable a la vida filial; si se proyecta a la sociedad entera, es su ruina.

¿Y cuáles son los fines de estas dos manos, mercado y acción social? Concretar lo que estaba implícito en la promesa moderna: ampliar para cualquiera la posibilidad de gozar de una capacidad práctica de vivir el estilo de clase media de un país desarrollado, cualquiera sea el oficio o función que se desempeñe. En esos casos sucede para una gran mayoría de sus miembros que se le abren las posibilidades materiales y vitales —no las existenciales— de la modernidad. El debate político moderno de las democracias ha girado en torno a dónde se fija la frontera entre la autorregulación del mercado y la actividad compensatoria del Estado. Mientras haya democracia existirá esta discusión, puesto que esa frontera no existe, es decir, es imposible de fijar matemáticamente y en ningún país es exactamente igual a otra. No es algo arbitrario por estimativo que sea.

¿Qué relación posee con las tratativas de nuestros convencionales? Que en la democracia moderna los procesos económicos y sociales son temas centrales en el debate político que las acompaña; son decididos en la plaza, por decirlo así, jamás definidos en una Constitución. Una democracia no será relativamente estable si no goza de desarrollo económico y social. Por algo la discusión sobre ello es central al debate público. Solo una alarmante cortedad de vista puede hacer creer que basta escribirla en una Constitución. Se ha dicho con malicia que tenemos una Constitución tramposa; con el texto que emerge, sencillamente tendremos una Constitución embaucadora.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El Mercurio, el martes 19 de abril de 2022.