Chile: Honor a nuestras madres

Gonzalo Ibáñez SM. | Sección: Familia, Política, Sociedad, Vida

Una de las consignas en medio de las cuales ha transcurrido nuestra vida de chilenos durante los últimos años es la de que se debe equiparar a la mujer y al varón, hasta el punto de que alcancen entre ellos una situación de “paridad”. Esta ideología, denominada de “género” o “feminismo”, apunta a que varones y mujeres sean tratados de manera igual en lo que se refiere al acceso de puestos importantes de trabajo, hasta ahora mayormente ocupados por varones. Por ejemplo, que haya paridad en los directorios de las empresas, en las Cámaras del Congreso Nacional, en la distribución de Ministerios y dirección de altos organismos, en el acceso a la universidad, etc. Antes, el aporte principal de las mujeres a la comunidad era más bien el de alumbrar nuevas vidas que vinieran a reemplazar a las que fallecían e hicieran crecer las comunidades de las que entraban a formar parte; también, el de formar a esas criaturas y prepararlas para que, al alcanzar su madurez, pudieran integrarse eficaz y armónicamente en la vida comunitaria. Hacían este aporte junto a un varón, padre de esas criaturas, con el cual daban forma a lo que sería la familia sobre la base de una unión entre ellos, estable y de por vida, denominada matrimonio, por la importancia prioritaria de la tarea que en él cumplía la mujer en cuanto madre.

Que las mujeres han trabajado muchas veces fuera del hogar es vieja noticia, pero siempre tratando de combinar con las tareas hogareñas de modo que éstas no sufrieran menoscabo. La novedad que aporta la ideología de género es la de manifestar que ese trabajo femenino extra hogareño constituye el principal aporte que las mujeres pueden hacer a la comunidad y que él constituye la mejor manera para que ellas puedan realizarse como tales, por lo cual el hogar puede ser dejado de lado o, al menos, dejar de tener la importancia que tenía antes.

Como eso muchas veces choca con las necesidades de los niños, se sacrificará a estos para evitar todo contratiempo a las labores que han pasado a ser principales de las mujeres. Por eso, la invasión de métodos anticonceptivos artificiales y por eso, el último argumento: el aborto. Los “derechos” de las mujeres así lo impondrían. Y, por lo mismo, la sexualidad humana debe ser separada del fin procreador que la ha caracterizado siempre. De ahora en adelante, ella no podría tener otro fin que la satisfacción personal de quienes la practican y, para esos efectos, da lo mismo que lo hagan solos -masturbación-, en compañía de personas del mismo sexo -homosexualidad-, o a la manera tradicional, esto es, heterosexual. Si, a pesar de todo, vienen niños a la existencia o si se les “encarga” por vías artificiales, la familia podrá constituirse sobre cualquiera de esas bases dando lo mismo una u otra: es el “matrimonio igualitario”. Y, como contrapartida a la presencia de la mujer en lugares que antaño parecían reservados a varones, el trabajo tradicional de una mujer en la familia podría ser cumplido por cualquier varón sin que el resultado sufra ningún menoscabo.

Más allá de sus alegatos de dignificar y proteger a la mujer, es inevitable advertir que esta ideología parece encerrar una estrategia destinada a desvalorizar el trabajo de la mujer en el hogar, sobre todo como madre de sus hijos. ¿Será normal que, más allá de situaciones de excepción o de emergencia, lo femenino pueda definirse sin hacer mención a la condición de madre o de poder serlo, propia de las mujeres? Definitivamente esta tesis aparece como un instrumento para desarmar la familia y así dejar a las personas -niños, jóvenes, adultos y ancianos- sin el primer ámbito de protección con que cuentan en su vida. Quedan así en condiciones de convertirse en juguetes a discreción de los que manejan el poder. Sacando a las mujeres de las familias, en definitiva, ponen a la humanidad en un camino de disolución y extinción.

Por eso, contra estas ideologías de género o feminismos, corresponde enaltecer y honrar el trabajo de las madres. Y prestarles toda la colaboración que sea necesaria y posible para que cumplan cabalmente con su tarea, reconociendo cuán insustituible es su labor en este campo. En un viejo retrato, que me honro en compartir, queda cabalmente expresada esta realidad:

Hay una mujer que tiene algo de Dios por la inmensidad de su amor, y mucho de ángel por la incansable solicitud de sus cuidados; una mujer que, siendo joven tiene la reflexión de una anciana, y en la vejez, trabaja con el vigor de la juventud; la mujer que si es ignorante descubre los secretos de la vida con más acierto que un sabio, y si es instruida se acomoda a la simplicidad de los niños; una mujer que siendo rica, daría con gusto su tesoro para no sufrir en su corazón la herida de la ingratitud; una mujer que siendo débil se reviste a veces con la bravura del león; una mujer que mientras vive no la sabemos estimar porque a su lado todos los dolores se olvidan, pero que después de muerta, daríamos todo lo que somos y todo lo que tenemos por mirarla de nuevo un instante, por recibir de ella un solo abrazo, por escuchar un solo acento de sus latidos. De esa mujer no me exijáis el nombre si no queréis que empape de lágrimas vuestro álbum, porque yo la vi pasar en mi camino. Cuando crezcan los hijos, léanles esta página, y ellos, cubriendo de besos vuestras frentes, os dirán que un humilde viajero, en pago del suntuoso hospedaje recibido, ha dejado aquí para vosotros y para ellos, un boceto del Retrato de su Madre” (Monseñor Ramón Ángel Jara, 1852-1917).

Cuidemos, pues, y honremos a nuestras madres.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El Mercurio de Valparaíso, el domingo 20 de Febrero de 2022.