Estilos de vida

Jorge Peña Vial | Sección: Familia, Política, Sociedad, Vida

No puedo estar más en desacuerdo con Adriana Valdés cuando en su columna del viernes nos “invita a pensar el cambio en los estilos de vida. En menos de treinta años —agrega— se han normalizado en todas las clases sociales comportamientos que antes se discutían apasionadamente. Los jóvenes ya no se casan, pasan a vivir juntos como parte natural de una relación (…) A nadie se le cuestiona eso, solo en un círculo extremadamente minoritario”. Tras aludir a otras situaciones “normales”, madres solteras, homosexuales, diversas familias, concluye que buena parte del triunfo de Boric se relaciona con estos “nuevos estilos de vida”. Y, por supuesto, Kast “es un hombre de verdad a la antigua, y la antigua ya no se sostiene”.

Hay mucha ligereza y frivolidad en estas afirmaciones. Toda una tradición occidental de más de veinte siglos que incluye a los pensadores liberales clásicos (Locke, Kant, Adam Smith, etcétera) es tachada de obsoleta y arrojada al cajón de los trastos viejos. Occidente reclama el cumplimiento de los derechos humanos a otras naciones y últimamente se niega a definir objetivamente el contenido de tales derechos e incluso se niega a reconocer la existencia de una “naturaleza humana”. Se desprecia la idea de que exista una naturaleza, el único concepto capaz de otorgarle un sólido fundamento. Se defiende, a cambio, un constructivismo que, entre otras cosas, alimenta la ideología del género, según la cual cada individuo puede configurar a su antojo su propia naturaleza, liberándola de supuestos roles culturales y sociales.

En una sociedad multiética y plurirreligiosa, la única base para los valores comunes reside en los derechos humanos; si estos derechos no se definen de manera clara y objetiva, caeremos en un estado de anarquía ética. Pero hoy nos hallamos inmersos en un proceso implacable de redefinición de los derechos humanos. Así, por ejemplo, el “derecho a la vida”, piedra angular de la Declaración Universal, se conculca a través de códigos legales que admiten el aborto. El derecho al matrimonio para todo hombre y mujer, base de la familia, se desvirtúa mediante la legalización del matrimonio de igual sexo. El derecho del niño a conocer a sus padres naturales se conculca cuando los niños “nacen” o se “producen” de donantes anónimos. La Declaración proclama el derecho a practicar la religión en forma pública, pero el laicismo rampante está obsesionado en relegar su práctica a la esfera privada, y el profesor Squella habla de un supuesto e imposible Estado laico que sea del todo neutral. En fin, comprobamos que no hay derecho alguno que no haya sido desnaturalizado.

Y quien se atreve a propugnar una definición objetiva de los derechos humanos es tachado de fundamentalista, y puesto que no hay criterio ni modelo para definir el derecho, el poder mismo se convierte en derecho y desaparece toda racionalidad ética. La satisfacción de identidades, apetencias, anhelos, pulsiones, incluso caprichos convenientemente disfrazados con los ropajes de la emotividad, se erige en coartada para la formulación de nuevos derechos. De los cuales, además, quedan excluidos los nonatos, los ancianos, los enfermos, aquellos que no tienen voz para hacerse valer. Pareciera que basta que cambiemos el nombre de las cosas que existían para que súbitamente dejen de existir. “Matrimonio” o “familia” ya no significa nada en sí mismo, sino lo que nosotros queramos designar como tal. Y el aborto, que antes considerábamos un crimen execrable, podemos configurarlo como sacrosanto derecho.

Frente a este presunto triunfo del nominalismo hay que volver a Aristóteles cuando afirma en su Política que “las verdaderas formas de gobierno son aquellas en las que el individuo gobierna con la aspiración del bien común; los gobiernos que se rigen por intereses privados son perversos”.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El Mercurio de Santiago, el domingo 26 de diciembre de 2021.