San Vicente Ferrer: vocación, vida y obra (II)

Carlos A. Casanova | Sección: Historia, Religión, Sociedad

Este artículo es continuación del que se publicó la semana pasada. En él revisamos su juventud, sus relaciones tempranas con Pedro de Luna (entonces futuro Benedicto XIII), el inicio de su predicación, su gira por España y su influencia sobre las ordenanzas de Valladolid.

5. La misión apocalíptica de san Vicente

De Valladolid, en 1412, salió san Vicente hacia Zamora y Salamanca, según Fagès, desde mediados de febrero hasta el 1 de marzo. En Salamanca obró dos milagros que no pueden callarse. Cuando predicaba un sermón desde el huerto del Convento de Dominicos de Salamanca a una gran multitud, afirmó que él era el ángel de Apocalipsis 14, 6-7. Los padres inquisidores, como es natural, se pusieron nerviosos, y habría acabado allí la carrera de predicación de san Vicente, si no hubiera obrado “el milagro de Salamanca”, bien documentado: mientras predicaba, pasó una procesión funeraria. Entonces el predicador preguntó a la difunta si él era el ángel del Apocalipsis. Y ella se incorporó delante de todos, dijo que sí era él y volvió al descanso eterno. El segundo milagro fue que se dirigió a la sinagoga de Salamanca y exhortó a los judíos a aceptar a Jesús como el Cristo. Ellos iban ya a burlarse de él cuando de lo alto cayó una lluvia de pequeñas cruces blancas sobre la ropa y las cabezas de los asistentes. Esto causó una honda impresión, y se convirtieron todos los judíos de Salamanca, pasando su sinagoga a consagrase como iglesia, bajo la advocación de la Vera Cruz (11).

Quizá ha llegado aquí el momento de discutir brevemente la misión apocalíptica de san Vicente Ferrer. No cabe duda de que era efectivamente el ángel a que se refiere la Escritura, pues su palabra fue confirmada por un milagro irrecusable. La inminencia de los tiempos finales forma parte de la visión de 1398. Aparte de esto, él pensaba que el anticristo había nacido en 1403, pero por una opinión a la que había llegado por ciertos testimonios y una inferencia. En esta opinión se equivocaba. Sin embargo, no creo que estuviera del todo descaminado. 1403 no es una fecha que nada tenga que ver con el anticristo. En ese año tenía 33 años Jan de Hus, el primer gran seguidor de Wicleff en tierra firme europea (12), precursor del fraile que iba a destruir la unidad de la Cristiandad, Martín Lutero, que se aplica a sí mismo nada menos que el texto de la Segunda Epístola a los Tesalonicenses 2, 4, para justificar que él conciba a “dios-en-sí” como puro Poder, por oposición a Dios como se presenta en la Escritura y en la naturaleza (13). Y fue el desgarramiento de la Cristiandad lo que dio ocasión a que creciera con el apoyo de la Inglaterra isabelina la filosofía ocultista cultivada en los restos del movimiento cátaro, y su institucionalización en sociedades secretas que dieron lugar a las logias, el más poderoso ejército de la anomía que haya podido levantar el infierno hasta hoy.

Ciertamente, el fin del mundo no ocurrió tan pronto como esperaba san Vicente, pero sí que acabó el Milenio y los demonios fueron desatados, de manera que paulatinamente el Cristianismo, esa doctrina que excede a la condición natural de los hombres pero que había conquistado milagrosamente a todos los pueblos (romanos, germánicos, vikingos, magiares, búlgaros, rusos, etc.) que habían entrado en contacto con ella aunque vencieran a sus fieles (con excepción de judíos, persas y árabes), el Cristianismo, repito, comenzó a enfrentar una resistencia feroz y a perder lentamente la batalla con el infierno, comenzando por la caída de Bizancio. No es que no se llevara la predicación hasta los confines de la tierra, toda África, América, Filipinas, China, India, Japón, Oceanía, sino que la anomía fue creciendo en poder por medio de la herejía y de las sectas herméticas y cabalísticas, hasta tener ahora acorralado al “ejército de los santos”.

A los verdaderos profetas les pueden ocurrir cosas semejantes. En primer lugar, puede ser que tengan una visión cierta del futuro, pero que no sepan situarla exactamente en el tiempo. Incluso a san Pablo parece haberle ocurrido esto, como se ve en su primera epístola a los de Tesalónica (14).

Pero también les ocurre otra cosa, que su profecía sea de conminación, como lo fue la del profeta Jonás: “dentro de tres días, Nínive será destruida”, dijo. Pero el rey y el pueblo y los ganados hicieron penitencia, y Dios perdonó a Nínive, al menos por un tiempo. Cuando se mira la eficacia de la predicación de san Vicente, uno piensa que tuvo el éxito de Jonás. La Cristiandad parecía acabada. En 1399 la población europea se encontraba muy disminuida a causa de la peste negra, los cruzados que pudieron reunirse fueron derrotados por los turcos, y después cae Tesalónica; en España había constantes peligros de asaltos moros y la élite judía se ufanaba de que iba a obtener el cetro; el Cisma desgarraba a la Iglesia; muchos religiosos habían abandonado la observancia de su regla; la prostitución, la venganza privada, el juego se iban comiendo las entrañas de la sociedad. Pero, por la predicación de san Vicente, la Fe se renovó, los vicios desaparecieron (al menos por un tiempo), las órdenes se reformaron, los partidos se reconciliaron, los judíos se convirtieron, y, como veremos en un momento, el Cisma cesó y surgió España como un poder católico que contendría al anticristo por unos tres siglos más (15).

Querría hacer una breve reflexión de Filosofía/teología política. La virtud iba perdiendo terreno en toda Europa y, como se sabe, la virtud es la esencia del bien común natural. Se recuperó gracias a los sermones de san Vicente, que eran sobrenaturales y hablaban del Juicio de Dios, según la Fe. Se pregunta uno, entonces, ¿puede realmente la sociedad política alcanzar su fin natural sin la ayuda de la Fe y de la Iglesia? La verdad es que no parece. Se puede sostener una discusión de razón natural con los infieles, ¿pero puede durar en el bien una sociedad que no se apoye en la gracia y en la autoridad de la Revelación?

Vale la pena leer esos sermones del Maestro Vicente. Contienen una teología muy profunda, una gran precisión, una estructura hermosa, un lenguaje sencillo. No puedo ahora sino hacer una breve mención, pero quizá haga reseñas parciales en otras ocasiones. Me han parecido especialmente penetrantes y caritativos los que pronunció en Tortosa, sin duda para preparar las mentes de los judíos que iban debatir con Jerónimo de Santa Fe. Por ejemplo, muestran con autoridades vétero-testamentarias que Jesús es el Mesías, que el Sacrificio vigente es el de la Cruz y el de la Santa Misa. En época cercana, en Barcelona, pronunció otro verdaderamente magistral en que habla sobre la predestinación y cómo se armoniza con el libre arbitrio y las causas segundas (16). También los sermones sobre los engaños del anticristo resultan conmovedores y de una actualidad sorprendente.

6. Vicente en el Compromiso de Caspe

En mi opinión, los datos que tenemos nos exigen sostener que san Vicente desde Salamanca se dirigió con cierta rapidez a Caspe. Los documentos lo ponen en esta ciudad el día 12 de abril de 1412 (17). Es imposible, por tanto, que haya estado en Segovia en mayo del año 1412. Colmenares, el cronista de Segovia, lo pone en mayo de 1411, pero Fagès piensa que se equivoca, que fue en 1412, en la primavera, pero de paso a Aragón.  En todo caso, centrémonos en este importante acontecimiento: el compromiso de Caspe.

Al morir el rey Martín el Humano de Aragón, no dejó descendencia legítima. Tampoco quiso el rey definir quién debería ser su sucesor. Esto dejó a los parlamentos de Zaragoza, Barcelona y Valencia la tarea de decidir quién debía sucederlo. Había numerosos pretendientes: un nieto del rey, Federico, hijo ilegítimo de Martín el Joven (Martín había muerto antes que su padre); Un descendiente de un tío del rey, el Conde de Urgel; un hijo de una hermana del rey, Fernando de Antequera, Regente de Castilla; Luis de Anjou, nieto de un hermano del rey; y Alfonso el Joven, nieto de un hermano del abuelo del rey. Como los Parlamentos no podían resolver este nudo, decidieron encargar la elección del rey a un Consejo de nueve árbitros, tres por cada reino. El elegido debía serlo por seis de ellos y tenía que ser apoyado por al menos un representante de cada reino.  Vicente Ferrer fue elegido unánimemente miembro de este Consejo, en el que también entró su hermano Bonifacio.

La corona de Aragón no tenía reglas bien definidas para la sucesión, no se excluía la sucesión por línea femenina, y en ella intervenía en último término el Parlamento de Barcelona, pues los fueros de Cataluña declaraban que era el pueblo el que hacía al rey. Por todas estas razones, el Consejo debía elegir al más digno, que pudiera tener derecho al trono. Los derechos de Anjou y de Urgel eran iguales en grado. Pero Urgel tenía mucho poder dentro de Aragón, aunque era tenido por indigno por el rey Martín. Y efectivamente mostró ser indigno. En primer lugar, porque entró en tratos con los ingleses y con el rey moro de Granada para que soportaran su causa, traición que llegó a conocerse antes de la elección; en segundo lugar, porque su amigo Antonio de Luna mató al Arzobispo de Zaragoza porque no apoyaba la causa de Urgel, y Urgel en lugar de repudiarlo, quiso valerse de él. En tercer lugar, porque Vicente tuvo conocimiento profético, como veremos, de un fratricidio cometido por el Conde. En cambio, Fernando era conocido como el Justo. Cuando llegó la sucesión de Castilla por muerte de su hermano Enrique, su sobrino era un niño pequeño y habría podido hacerse con ese reino. Pero él respetó escrupulosamente el derecho de su sobrino. En todo el asunto de la sucesión de Aragón se portó como un caballero, y en parte por esto quería vengar la muerte de su amigo, el Arzobispo de Zaragoza.

Benedicto XIII no pintó nada en esta elección, aunque los nacionalistas catalanes de hoy en día, seguidos por Daileader, sostienen que fue obra suya. Su única base es que Benedicto XIII reprocha a Fernando que le quite la obediencia unos años más tarde, “a mí, que te hice rey”. Pero Marineus Siculus explica que pudo decir esto porque lo había coronado, no porque hubiera participado en la elección (18). No podía Pedro de Luna tomar partido por Fernando porque Antonio de Luna, el asesino del Arzobispo de Zaragoza, era su pariente, y esto había introducido una barrera entre el Papa y Fernando de Antequera. La única intervención de Benedicto XIII fue legitimar a Federico, el nieto del rey Martín, por deseo de éste. Pero, como vimos, esa legitimación no tuvo ningún efecto.

Vicente Ferrer fue el primero en pronunciarse por Fernando, y fue el que verdaderamente decidió la suerte de Aragón. Pronto se le unieron cinco de los otros Jueces, incluido un catalán, Bernardo de Gualbes, que era tenido por gran jurista y hombre justo. El Arzobispo de Tarragona se opuso, pero fue derrotado en la votación, y se plegó a la decisión. Con todo, sabía que Fernando era el candidato más digno, aunque pensaba que Anjou y Urgel tenían mejores derechos a la suceción. Co todo, fue siempre, después, amigo y leal súbdito de Fernando. El 29 de junio de 1412 se anunció al pueblo esta elección, que produjo gran alegría, también en el Parlamento Catalán. Pero, desde luego, no todos estaban contentos. El Conde de Urgel cometió muchas tropelías, y entre ellas, la de emboscar a san Vicente. Le gritaba que era un hipócrita y un mentiroso y un mal hombre. Fue entonces cuando san Vicente lo tomó aparte y le reveló su conocimiento del fratricidio que había cometido, con detalle de circunstancias, que dejaron desarmado al Conde. En definitiva, Fernando era el único candidato capaz de traer la paz al reino. Y su elección puso las bases para la unidad de España, que tan importante iba a ser en los tres siglos siguientes para todo el mundo, y en los cuatro para América.

7. La Conferencia de Tortosa

Después de este evento realmente épico, san Vicente, por petición del nuevo rey y de Benedicto XIII, participó en la organización de la Conferencia de Tortosa, en la que su discípulo, Jerónimo de Santa Fe, iba a debatir con 16 de los principales rabinos de España. Estuvo en esa ciudad predicando al inicio de la controversia, y algo he dicho de sus sermones. Vicente Beltrán de Heredia ha mostrado que de los catorce rabinos que participaron se convirtieron doce, y que las conversiones en las aljamas vecinas llegaron al elevado número de 200.000 (19).

Tras predicar por un par de años más en el reino de Aragón (incluidas las Baleares), procurando no sólo la conversión de los corazones, sino pacificarlo y consolidar la obediencia al nuevo rey, tuvo que participar en la otra gran empresa de su vida: poner fin al gran Cisma. Vamos a dar las líneas generales que se siguieron en la solución de esta enorme crisis, pues nos pueden dar pistas para el gobierno de la Iglesia en futuras crisis semejantes. Pero antes refiramos brevemente un par de simpáticas anécdotas. En Valencia, en 1413, por la predicación de san Vicente se convirtió un doctor de Islam, Azmet Hannaxe, que, aunque no hablaba bien el catalán, fue persuadido por san Vicente, probablemente gracias al don de lenguas. Éste tomó el nombre “Vicente Ferrer”, y recibió autorización para predicar la verdad entre moros y cristianos, y una pensión para mantener a su mujer e hijos, también convertidos (20). En Lérida, su predicación fue tan eficaz que no quedaron rameras, pues todas se convirtieron. Como consecuencia, un grupo de hombres le hizo una emboscada al salir de la ciudad. Pero él les hizo la señal de la cruz, y todos arrojaron las armas, cuenta Jaime Quintanis, que estaba presente.

8. Vicente y el fin del Gran Cisma

Llegamos, pues, al fin del Cisma. La Iglesia se hallaba desgarrada, con tres aparentes papas simultáneos, pues el Concilio de Pisa había elegido a un tercero. Estaba Benedicto XIII en Perpiñán, y se reunió allí un consejo de toda Europa, con representantes de Bretaña, Provenza, Francia, Hungría, Castilla, Inglaterra, cardenales, e incluso un rey moro cautivo, más el Emperador. Venían a implorar del Papa que renunciara por el bien de la Iglesia. San Vicente dio un Sermón en que tomó por tema el versículo de Ezequiel, “ossa arida, audite Verbum Dei!”, con la esperanza de que Pedro de Luna reaccionara. Pero fue en vano. El propio Emperador Segismundo se entrevistó con él, y tras muchos titubeos lo que propuso Benedicto XIII es que no se reuniera el Concilio de Constanza, sino otro en Francia, que lo ratificaran como Papa y que él después renunciaría, siempre que lo nombraran legado papal con plenos poderes en todas las zonas en las que al presente gozaba de obediencia. El Emperador montó en cólera y se retiró, declarando que culpaba al rey de Aragón por la pertinacia del Papa, y que llamaría a una cruzada de toda la Cristiandad contra España. Fernando, que se encontraba enfermo y en cama, envió un emisario al Emperador, que lo atajó en Narbona, diciéndole que iba a retirarle la obediencia a Benedicto XIII. En ese contexto, disuelto el Consejo de Europa, reunió Fernando a Cardenales y Obispos de todas las regiones sometidas a la obediencia de Benedicto XIII y se deliberó lo siguiente, según Zurita: “Supuesto que Benedicto podía devolver la paz a la Iglesia y rehusaba hacerlo a pesar de todos los ruegos y advertencias, era permitido sustraerse a su autoridad. No renunciando el pontificado, lo retenía injustamente, y por lo tanto había que tratarlo como si desde un principio lo hubiera usurpado. Si él era el verdadero pastor y el verdadero padre, debía preferir ver la Iglesia unida sin él a verla destrozada con él, imitando a aquella madre que prefirió separarse de su hijo a verlo partido en dos pedazos [I Reyes 3, 16-28]”.

En esta dura circunstancia, el Rey acudió al consejo de san Vicente, y entonces se vio por qué la Providencia permitió que él y santa Coleta apoyaran al Papa equivocado, Benedicto XIII. Vicente respondió que si Benedicto resistía a la tercera súplica era lícito retirarle la obediencia, porque, de otro modo, se llegaría a una situación insoluble, pues no podría celebrarse el Concilio de Constanza y no podría ponerse fin al Cisma. Aconsejó que se pidiera sólo un juramento de hacer todo según Dios y la conciencia (21).  ¡Oh, ejemplo de prudencia sobrenatural! ¿Es que no entienden los hombres que salus animarum suprema lex? Si un hombre se opone al bien de la Iglesia, se aferra a un Cisma o, para el caso, a la herejía, al rechazo de todos los consejos evangélicos, al Decálogo y a la Nueva Ley, ¿cómo pueden Obispos y Cardenales de Fe no retirarle la obediencia por el bien de la Iglesia y de las almas? Se ha perdido esta prudencia. Verdaderamente, “cuando no haya profecía, se disolverá el pueblo” (Proverbios 29, 18). La Asamblea adhirió al parecer de san Vicente, y así todas las zonas de la obediencia aviñonesa se unieron al Concilio de Constanza.

Tocó a san Vicente anunciar esto en algunos sermones, y lo hizo por el bien de la Iglesia. Dijo, en efecto, que Benedicto era el verdadero Papa, pero que, siendo el Papado un beneficio personal, debía estar dispuesto a renunciar a él por el bien general. En el sermón de la fiesta de la Epifanía comunicó al pueblo la renuncia a la obediencia a Benedicto XIII, y sólo su autoridad aseguró que todos los ánimos asintieran a semejante acto. Fue así como pudo reunirse el Concilio de Constanza y convertirse en un Concilio de toda la Cristiandad.

San Vicente tuvo una relación ambigua con el Concilio, por varias razones. La primera y más obvia razón es que pensaba que el verdadero Papa era Benedicto XIII, y él lo tenía por amigo y benefactor. Le resultaría incómoda, por tanto, esa reunión. Algunos de los peritos, además, como Gerson, aunque le profesaban admiración, rechazaban sus prácticas penitenciales. A eso se añadía que el Concilio tuvo una actitud conciliarista, herética, en este sentido, o cismática. Sus actos tuvieron validez por muchos motivos, pero entre otros que el Papa de obediencia romana, el verdadero Papa, en definitiva, y el Papa pisano, renunciaron al pontificado. Así que la elección de Martín V fue válida sin que haya lugar a dudas. Pues bien, este Papa desconoció las decisiones conciliaristas y ratificó todo lo demás que se hizo en Constanza. Durante las deliberaciones se hizo una consulta a san Vicente, cuando éste se encontraba en Dijon, y la respuesta asombró a todos y les dio ánimos, pero no he podido hallar cuál fue la consulta o cuál la respuesta. Para rematar, cuando san Vicente se encontró con santa Coleta, la reformadora de las clarisas, enviaron conjuntamente cartas al Concilio, animándolo en su trabajo, lo cual efectivamente dio confianza a todos. Al parecer, san Vicente juzgó de mayor trascendencia encontrarse con esta humilde santa que con toda la pompa del Concilio. Se cumplió así el designio de la Providencia, cuando dispuso que estos dos santos tomaran partido por Benedicto XIII.

9. La última gira apostólica

A partir de su intervención en Perpiñán, san Vicente dedicó todas sus fuerzas a la predicación. En abril de 1416 murió Fernando el Justo, y lo sucedió su primogénito. El santo se dirigió primero a Cataluña, y luego a Francia. Fagès describe los prodigios de este viaje con lujo de detalles, extraídos de todos los documentos, obras de arte, restos de todo tipo. Las masas acudían a escucharlo; le traían sus enfermos, que eran curados; renovaban su fe y se convertían. Sur de Francia, Tolosa, Auvernes, Rodez, MIlhau, Mende, Marvejols, Saint-Flour, Puy, Besanzón. Aquí se encontró con santa Coleta, y este encuentro fue uno de los motivos principales de su viaje. Juntos escribieron las cartas a las que ya me he referido, a través del Arzobispo de Besanzón, que era Padre conciliar. En ellas pedían al Concilio, “de parte de Dios que se mantuvieran firmes, pues saldría un gran Papa que terminaría con el cisma y devolvería la paz a la Iglesia” (22). Una vez elegido Papa, por medio de Antonio Montano le renovó Martín V a san Vicente los plenos poderes que había recibido de Benedicto XIII, en reconocimiento por todo lo que había hecho para poner término al Cisma (23).

Después fue a Borgoña y al Nivernés, a Angers, a Nantes, y de allí a Vannes. Desde allí fue a Angers y Rennes. Predicó también en Caen ante el rey de Inglaterra, y causó gran sensación, principalmente por el don de lenguas. Consiguió una tregua de tres meses. Luego fue a Dinan y a varias ciudades y pueblos de Bretaña. Al parecer, la predicación de san Vicente caló muy hondo en el alma de la duquesa, Juana de Francia. Ella infundió a la niña destinada a casarse con su hijo Pedro, Francisca de Amboise, una gran piedad y las enseñanzas de san Vicente Ferrer, incluida la enseñanza sobre el modo de orar. (p. 257) Pedro, llegó a ser Duque de Bretaña. Cuando murió él, Luis XI quiso casar a su cuñado con Francisca, pero ella se negó. Vio al general de los Carmelitas y por su consejo fundó el convento del Buen Don en Vannes, mudado después a Nantes. Francisca guardó con mucha devoción un Rosario, un dedo, el gorro doctoral y el cinturón de san Vicente Ferrer (24). 

Durante su estancia en Bretaña y en toda Francia el santo obró muchísimos milagros, de curaciones, de conversiones y de santidad. Sin embargo, la historiografía de un Daileader, hipercrítica e ilustrada con la filosofía de la sospecha, pudo descubrir el verdadero motivo del viaje de san Vicente a Bretaña: proporcionar al Duque Juan V la posesión de un cadáver que tendría fama de santo, para contrarrestar la fama de santo que tenía Carlos I, el rival de quien su familia obtuvo una generación atrás el Ducado. Con esta perspicacia, Philippe Daileader prueba lo necesario que es que el historiador tenga alguna idea de las coordenadas teológico-filosóficas y políticas de los personajes que estudia. Porque, de otro modo, puede confundir el oropel con oro o, como en este caso, viceversa.

Como puede colegirse de estas breves páginas, Vicente Ferrer es uno de los santos más grandes de la historia. Pero también es uno de los santos más calumniados de la historia. Recuerda mucho lo que dice el Apocalipsis: “Ahora llega la salvación, el poder, el reino de nuestro Dios y la autoridad de su Cristo, porque fue precipitado el acusador de nuestros hermanos, el que los acusaba delante de nuestro Dios de día y de noche” (12,10). Sin embargo, la verdad sobre su misión, confirmada con el milagro de Salamanca e introducido en el oficio de su fiesta, se expresa con estas palabras:

Vi otro ángel que volaba por medio del cielo y tenía un evangelio eterno para pregonarlo a los moradores de la tierra y a toda nación, tribu, lengua y pueblo, diciendo a grandes voces: Temed a Dios y dadle gloria, porque llegó la hora de su juicio, y adorad al que ha hecho el cielo y la tierra, el mar y las fuentes de las aguas. (Apocalipsis 14, 6-7)

Notas:

(14) En sentido semejante, cfr. Fagès, tomo I, p. 341.

(15) En sentido semejante a lo dicho en los dos últimos párrafos, cfr. Fagès, tomo I, pp. 341-343.

(16) Cfr. Josep Perarnau I Espelt, La Compilació de sermons de Sant Vicent Ferrer, Barcelona, Biblioteca de Catalunya, Ms. 477.

(17) Cfr. Fagès, tomo I, p. 407.

(18) Cosas memorables de España, 1603.

(19) Cfr. “San Vicente Ferrer, predicador de las sinagogas”, pp. 674-675.

(20) Cfr. Fagès, tomo II, pp. 18-19.

(21) En todo esto, Fagès cita a Zurita (cfr. Tomo II, p. 103).

(22) Fagès, tomo II, p. 188.

(23) Cfr. Fagès, tomo II, pp. 118-119.

(24) Fagès, tomo II, pp. 256-258.