Reivindicar la Hispanidad

Eleonora Urrutia | Sección: Educación, Historia, Política, Sociedad

El 12 de octubre de 1492 Cristóbal Colón, navegante genovés al frente de una expedición impulsada por los Reyes Católicos, llegó por primera vez a tierras americanas. 529 años después nos encontramos en medio de controversias ideológicas respecto de lo que significó aquella proeza de setenta y siete días de navegación a océano abierto. De este lado del Atlántico el asunto está más candente que nunca. Los monumentos que recuerdan a los exploradores, conquistadores y misioneros españoles se han convertido en blanco recurrente de manifestantes que los demuelen para librar al continente del pie opresor de la colonia, como si en estos quinientos años no hubiera pasado nada.

¿Cómo llegó la narrativa indigenista a los niveles de protagonismo actual? La asimilación de nuestra historia ha sido muy parcial, en cierto modo entrecortada, y se ha vuelto muy primaria. Su manipulación política impide una captación serena de datos básicos, como que la inmensa mayoría del continente americano habla español y solo español, o que la cultura nacional en la mayor parte de las naciones hispanoamericanas tiene mucho que ver con lo hispánico, aunque haya mestizaje. Cosas que durante largo tiempo fueron obvias y formaban el paradigma de una forma de hispanidad, ahora parecen estar en entredicho. Todo remite a sentimientos, emociones. Y hay una obsesión con la memoria que intoxica, porque no se refiere a hechos objetivos sino a una victimización progresiva de las sociedades latinoamericanas.

Pese a todo, los hispanoamericanos somos hijos del imperio que conquistó inmensos territorios y, en lugar de barrer a la población nativa como era costumbre en la época, juntó su sangre con la de los indígenas americanos creando unos lazos imborrables. Dicen que allí se encuentra el germen de la Leyenda Negra. La empresa política estuvo encaminada a incorporar el continente recién descubierto a la Corona española. Por ello, pronto se consideró a los habitantes de estos territorios como súbditos de la Corona, con el mismo estatus que los nacidos en la España peninsular. El proyecto se complementó con la evangelización, que significaba reconocer la humanidad de las poblaciones del Nuevo Mundo por medio de una religión de alcance universal, que iguala a todos los seres humanos en una comunidad fraternal.

La cuestión racial, tan dura en tantos lugares, cobró aquí un significado distinto. Desde el primer momento fue concebida como una unidad a escala planetaria: la primera de la historia de la humanidad, en términos políticos, culturales, comerciales y económicos. Nunca nadie podría igualar la originalidad hispánica de tener en cuenta al mismo tiempo la conciencia de la unidad (“Porque siendo de una Corona los Reyes de Castilla y de las Indias las leyes y orden de gobierno de los unos y de los otros deben ser lo más semejantes y conformes que ser pueda”) y lo que ese mismo texto llamaba “la diversidad y diferencia de las tierras y naciones” (Recopilación de Indias, libro 12, título 2, ley 13).

Pero es justamente esa sociedad mezclada la que suscitará la desconfianza de muchos europeos que manipularon la conquista española hasta elaborar con ella lo que desde hace un siglo se denomina la Leyenda Negra. El escándalo moral convertido en arma de propaganda disimulaba apenas actitudes de desprecio hacia quienes no compartían sus obsesiones raciales.

La reedición de la Leyenda Negra

Hoy enfrentamos una nueva situación de fragmentación política en América Latina relacionada con un resurgimiento de movimientos, muchos neocomunistas e incluso alejados de los propios indígenas, que han encontrado en la reivindicación identitaria una fuente de legitimación propagandística. El supremacismo indigenista cobra fuerza vital gracias a la necesidad de la izquierda de reinventarse en la gerenciación de luchas a las que jamás había prestado atención pero que, en la actualidad, le son muy útiles como el feminismo, el veganismo y otros ismos.

En buena medida esta nueva oleada del indigenismo es un ataque a la occidentalidad de Iberoamérica. Chile, al igual que buena parte de los países que la componen, en plena crisis económica e institucional, corre el riesgo de alejarse de los valores que la fundan e iniciar un experimento nuevo. De ser así, se produciría una deriva de consecuencias imprevisibles.

Hoy no existe manifestación política o cultural que no cante loas al mundo precolombino. Prolífico en neologismos, el ideario progresista ha llamado “pueblos originarios” a quienes poblaban estas tierras antes de la llegada de Colón pero que de ninguna manera eran los originarios. Aborígenes que fueron tan protagonistas de la Conquista como los propios españoles: Colón nada hubiera logrado sin el apoyo de los taínos; Cortés hubiera sido insignificante frente a los mexicas sin la ayuda de los tlaxcaltecas y Pizarro jamás habría conquistado una piedra sin los tallanes, las huancas y los chachapoyas. Estos pueblos indígenas que se aliaron a los conquistadores no eran idiotas encantados por espejitos de colores; se unieron a los españoles porque eran salvajemente esclavizados y asesinados por los caribes, los aztecas y los incas. Se trató de supervivencia. Los grandes imperios precolombinos eran salvajes conquistadores para quienes el desarrollo humanístico no superaba la ley del más fuerte, y el derecho absoluto del vencedor sobre el vencido. Su expansión era merced a guerras de dominio, el sometimiento de los más débiles, impuestos agobiantes y deportaciones. Las comunidades amerindias se sostenían en base a conflictos donde unos pueblos aniquilaban a otros, la esclavitud era una institución aceptada y las mujeres y los niños eran objeto de intercambio y sacrificio. La abrumadora documentación arqueológica que respalda estas afirmaciones debería dejar de lado toda duda.

Pero hace unas décadas, contemporáneamente al aniversario de los 500 años del Descubrimiento y a la creación de usinas de pensamiento socialistas que hicieron del indigenismo su bandera, como el Foro de San Pablo, cobró nuevos bríos el reclamo, ahora de corte revolucionario, de algunos violentos que vieron en la victimización de las minorías indígenas una nueva forma de hacerse con el poder y contribuir a la destrucción de la democracia liberal.

El debate acerca de derechos basados en la ascendencia indígena implica postulados identitarios, pero además establece un multiculturalismo falaz que rechaza nuestra historia y cultura. Esta condición inmanente de pertenencia originaria niega la fusión del nativo y el europeo que se viene produciendo hace cinco siglos e implica un desprecio por el mestizaje del que somos sus frutos. Apela a una pureza étnica no sólo xenófoba sino matemáticamente imposible. Una visión que denigra la historia, cultura y civilización producida precisamente durante los siglos en los que nos forjamos como sociedad.

El multiculturalismo finalmente se reduce a un fetiche racista basado en exaltar no la diversidad sino la diferencia, un efectivo factor de conflictividad social. La visión multicultural no va dirigida a que cada individuo logre realizar su proyecto de vida dentro de una sociedad. Se trata, más bien, de visibilizar al “otro” representado como víctima. Los principales pilares de esta agenda residen en ese relativismo moral. La consecuencia es clara: todas las acciones de la contracultura son igualmente legítimas no importa cuán reñidas con la cultura occidental resulten. La opresión y la destrucción son fenómenos exclusivamente occidentales, todo lo demás es demanda atendible en función de esa empatía hacia las víctimas que se ha dado por buena. La aniquilación, el terrorismo, la violencia política y la instrumentalización de los individuos son tolerables si pertenecen al colectivo correcto.

Es en este contexto que el actual recrudecimiento de la violencia política en el sur de Chile y la Argentina, apalancado sobre el reclamo de los derechos ancestrales de la “nación mapuche” que realizan algunos violentos en nombre de los aborígenes, determina una fase más del terrorismo etno-nacionalista que se afianza en la región. Cuenta con militancia de ONG´s, de partidos de izquierda y socialdemócratas, de los think tanks del Foro de San Pablo, de sectores de la Iglesia católica y del mito del buen salvaje arraigado en el ideario buenista. La pretendida Nación Mapuche reclama un pedazo a la Argentina y otro a Chile para construirse. Un estado basado en premisas que no corresponden a los datos científicos de la genética, arqueología, antropología, la historia y que, sin embargo, sigue tomando vuelo y cosechando éxitos.

El movimiento radical mapuche en sus múltiples asociaciones -que no son los chilenos o argentinos que siguen una tradición cultural mapuche respetando la Constitución Nacional- se destaca por su demanda de autonomía territorial y considera enemiga a toda representación de la civilización occidental: religión, filosofía, ciencia, educación, sistema económico, político y hasta métrico. Es por ello que el pertinaz ataque a las constituciones ha sido una constante en la región. Chile, que aún mantenía una libre de estas discriminaciones, ha caído en el mismo tema.

Es momento de reivindicar el espíritu que une a América con España para elaborar posiciones comunes en favor de la libertad y de la democracia, de contribuir a que América Latina no eche a perder su unidad. El recuerdo de un pasado extraordinario y la presencia de una actualidad que lo continúa y lo renueva, está en el centro de la conmemoración de esta fecha, que es al mismo tiempo fiesta nacional y fiesta iberoamericana.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El Líbero, el miércoles 13 de octubre de 2021.