De la degradación a la dignidad

Gonzalo Rojas S. | Sección: Política, Sociedad

Tomo un taxi en Providencia con la Concepción, una mañana de este septiembre aún invernal.

El conductor me lleva pasando por Plaza Baquedano, Alameda abajo, hasta Brasil, de ahí por Huérfanos hasta Cumming con Santo Domingo, donde me bajo para asistir a una Misa de funeral.

Llego triste, tristísimo, a la ceremonia.

El recorrido ha sido deprimente. El parque Forestal con unas 30 carpas de los sincasa (y hasta una casucha), la Plaza Baquedano arrasada y sin el General, los edificios circundantes tapeados (como tantos otros a lo largo de la Alameda) intentado resistir a los viernes de violencia, las dos paredes de fachada continua (la norte y la sur de la principal Avenida) completamente pintarrajeadas desde Salvador hasta Brasil, (¿cuántos millones y millones dilapidados en ensuciar?). Miles de consignas, carteles e insultos pegados en esas murallas, la carta de Valdivia al Rey, el mosaico de homenaje a Gabriela Mistral, la estatua de Barros Arana, todo mancillado, todo denigrado. Me fijo en cuatro iglesias, las cuatro cerradas. Frente a La Moneda, una manifestación de unas 300 personas (no logro distinguir bien qué banderas son) intenta acercarse a la casa de Gobierno. Y por las calles, mucha basura sin recoger, mucho vendedor ambulante, mucha fritanga.

Todo degradado, todo deprimente.

La estética por completo abandonada; el respeto mutuo, olvidado; la violencia verbal, exacerbada; muchas caras seguramente tristes y desesperanzadas detrás de tantas mascarillas desechables.

Pero en la Misa de funeral, retomo fuerzas. Unos centenares de personas acompañamos a mi amigo, cuyo padre acaba de fallecer: muchos siguen la ceremonia contestando y cantando. Poco antes de comenzar, un señor se había acercado y me había preguntado mi nombre. Sí, es usted, me dice, y gracias por lo que me ayudó en primer año de Derecho, por allá por 1986… Le agradezco su afecto y entre Dios y los hombres, recupero fuerzas, para salir de nuevo a la calle, al viaje de regreso.

El segundo taxista, Alameda arriba, me cuenta de su terreno recién comprado cerca de Villarrica, de la cabaña que después de 40 años de trabajo está edificando, para pasar ahí sus últimos años; del miedo que tiene por eventuales agresiones de comuneros cercanos. 

La Misa ha sido muy digna; el afecto de mi exalumno ha sido muy reparador; los proyectos del taxista, muy esperanzadores.

En Dios, la amistad y el trabajo están las claves para poder enfrentar y superar esta hora degradante de un Chile irreconocible. Sólo por ahí, podremos.