El Reino de Cristo y la ciudad intrahistórica

Carlos A. Casanova | Sección: Religión, Sociedad

Cuando Jesucristo caminaba por este mundo, muchos israelitas tenían una idea errada del Mesías. Pensaban que el Ungido vendría a liberar políticamente al Pueblo elegido, a restablecer el Reino de Israel y a fundar un imperio ecuménico. El Hijo de Dios hecho hombre chocó con estos prejuicios y hubo de revelar poco a poco a sus discípulos la verdadera naturaleza de su Reino.

En esos momentos en que es evidente que se cumplen en Él las profecías, o que su poder es inmensamente mayor que el de Elías, el más grande de los profetas del Antiguo Testamento, tiene que tomar medidas claras, incluso drásticas, para que no lo proclamen Rey temporal.  El episodio más diáfano ocurrió después de la multiplicación de los panes, y se narra en el capítulo 6 del Evangelio de san Juan. Elías había multiplicado veinte panes y un saquillo de harina, dando de comer a cien personas; Cristo multiplicó cinco panes de cebada y dos pescadillos, para dar de comer a cinco mil hombres, sin contar a las mujeres ni a los niños, y sobraron doce cestos llenos. Entonces el pueblo quiso proclamarlo Rey: con semejante poder, se podría poner fin al hambre en el mundo, ¿y qué pueblo no se sometería a este Rey? Pero Jesús se fue solo a la montaña y se escondió de ellos. No acabó allí su corrección de las falsas concepciones de la muchedumbre. Al día siguiente pronunció el discurso del Pan de Vida. El tono está marcado por estas dos frases: “Me buscáis, no porque habéis visto signos, sino porque habéis comido de los panes y os habéis saciado”; y “trabajad, no por el alimento que perece, sino por el que perdura hasta la vida eterna”. Y propone la Eucaristía, el Pan de Vida, como ese alimento. Sabemos cuál fue el resultado, la masa se escandalizó y lo dejó, pensando: “oh, ése que creímos que podría ser el Rey universal, resulta que propone una cosa extraña, nunca oída”. Los Apóstoles permanecieron con Él, pero se dieron cuenta de que algo no calzaba con sus expectativas. Jesús, como dirá Pedro, es el Mesías (el Cristo), el Hijo de Dios, pero, ¿cómo va a reinar? 

Incluso después de la Resurrección, los Apóstoles estaban carcomidos por esa duda. En el día mismo de la Ascensión, le preguntan: “¿es ahora cuando vas a restaurar el Reino de Israel?” (Hechos 1, 6). Cristo no se decepcionó de ellos por esto, sino que los confirmó en su llamada, porque sabía que no puede comprenderse correctamente el Antiguo Testamento si no se recibe al Espíritu Santo. Sólo después de Pentecostés vemos que los Apóstoles, por fin, comprenden de dónde es el Reino del Mesías y en qué sentido se encuentra entre y en nosotros. 

Benedicto XVI es quizá quien mejor ha expresado la naturaleza y el modo de la acción del Reino de Cristo por medio de los Apóstoles. Lo más importante es que no se trata de un Reino que transfigure la realidad humana y política de una manera intra-histórica, por medio de una Revolución. Lejos de eso:

“[…] El cristianismo no traía un mensaje socio-revolucionario como el de Espartaco que, con luchas cruentas, fracasó. Jesús no era Espartaco, no era un combatiente por una liberación política como Barrabás o Bar-Kokebá. Lo que Jesús había traído, habiendo muerto Él mismo en la cruz, era algo totalmente diverso: el encuentro con el Señor de todos los señores, el encuentro con el Dios vivo y, así, el encuentro con una esperanza más fuerte que los sufrimientos de la esclavitud, y que por ello transformaba desde dentro la vida y el mundo. La novedad de lo ocurrido aparece con máxima claridad en la Carta de san Pablo a Filemón. Se trata de una carta muy personal, que Pablo escribe en la cárcel, enviándola con el esclavo fugitivo, Onésimo, precisamente a su dueño, Filemón. Sí, Pablo devuelve el esclavo a su dueño, del que había huido, y no lo hace mandando, sino suplicando: ‘Te recomiendo a Onésimo, mi hijo, a quien he engendrado en la prisión […]. Te lo envío como algo de mis entrañas […]. Quizás se apartó de ti para que le recobres ahora para siempre; y no como esclavo, sino mucho mejor: como hermano querido’ (Flm 10-16). Los hombres que, según su estado civil se relacionan entre sí como dueños y esclavos, en cuanto miembros de la única Iglesia se han convertido en hermanos y hermanas unos de otros: así se llamaban mutuamente los cristianos. Habían sido regenerados por el Bautismo, colmados del mismo Espíritu y recibían juntos, unos al lado de otros, el Cuerpo del Señor. Aunque las estructuras externas permanecieran igual, esto cambiaba la sociedad desde dentro. Cuando la Carta a los Hebreos dice que los cristianos son huéspedes y peregrinos en la tierra, añorando la patria futura (cf. Hb 11,13-16; Flp 3,20), no remite simplemente a una perspectiva futura, sino que se refiere a algo muy distinto: los cristianos reconocen que la sociedad actual no es su ideal; ellos pertenecen a una sociedad nueva, hacia la cual están en camino y que es anticipada en su peregrinación.”

Los verdaderos discípulos de Jesús, por tanto, esperan un Reino trans-histórico y no traen al mundo una revolución. Sin embargo, al cambiar los corazones con la gracia y la luz del Espíritu Santo, sanan también las estructuras enfermas que emanan de esos corazones. El propio Benedicto XVI nos cuenta cómo la diaconía se convirtió muy pronto en un ejemplo para todo el mundo de cómo los cristianos cuidaban a los enfermos y a los pobres. Era tan impactante, que Juliano el Apóstata, en su afán de luchar contra los cristianos, decidió que el Estado que él quería re-paganizar, debía asumir ese mismo cuidado, para arrebatar la bandera a los cristianos (Deus caritas est, n. 24). Este carácter curativo se manifestó también en un hecho conectado con la Epístola a Filemón: la Cristiandad Latina ha sido la única civilización en la que en verdad se ha suprimido la esclavitud, lo cual ocurrió en el siglo XI. 

En cambio, aquellos que fueron incapaces de recibir al Mesías porque se aferraban a un reino histórico, intramundano, sí que querían y promovían una revolución. Los frutos de su falso celo fueron muy amargos, como sabemos: hundieron a Israel en dos guerras ruinosas, la primera de las cuales acabó en la destrucción de Jerusalén y del Templo. John Henry Newman explica que este resultado es el cumplimiento de una antigua profecía contenida en el libro del Deuteronomio (capítulo 28) y traducida al griego 350 años antes de los hechos. De alguna manera el Pueblo de Israel no cumplió la alianza que tenía hecha con Dios: 

Las profecías anunciaban que el Mesías iba a venir en un tiempo y lugar bien definidos. Los cristianos lo apuntan a Él como quien vino entonces y allí, como se había anunciado; los judíos no oponen a los cristianos un rival que ostente una pretensión contraria, sólo afirman que Él [el Mesías] no vino en absoluto, aunque hasta ese momento ellos habían dicho que Él venía entonces y allí. Además, el cristianismo aclara el misterio que flota en torno al judaísmo, al dar cuenta con plenitud del castigo del pueblo, al especificar su pecado, su terrible pecado. Si, en lugar de recibir a su propio Mesías, ellos lo crucificaron, entonces el extraño flagelo que los ha perseguido después de esa acción, y la enérgica formulación de la maldición antes de ella [en el Deuteronomio], se explican por la extrañeza de su culpa, o más bien su pecado es su castigo, porque al rechazar a su Divino Rey ellos ipso facto perdieron el principio vivificador y el vínculo de su nacionalidad. Además, vemos qué los condujo al error; ellos pensaron que se les iba a dar un triunfo y un imperio de inmediato, el cual se les dio en verdad eventualmente, pero por el desarrollo lento y gradual de muchos siglos y tras un largo estado de guerra” (An Essay in Aid of a Grammar of Assent, Longmans, Green and Co., 1903, pp. 437-438). 

Esto que ocurrió en el tiempo de los Apóstoles, se repite en nuestros días. Así como en Israel había cizaña y trigo (y todavía la hay), así también en la Iglesia hay cizaña y trigo. El enemigo primordial del género humano ha sembrado esta mala semilla abundantemente en el campo del Señor. Así uno ve que han entrado en la Iglesia, y vestidos de falsos pastores, verdaderos revolucionarios que aman el poder por encima de todo. Junto a ellos hay otros que son fieles a Cristo y que tienen su esperanza puesta en Dios, en la Patria meta-histórica. Pero hay muchos otros que, aunque aman a Cristo y esperan el Cielo, han sido confundidos y esperan un Reino intramundano al mismo tiempo y aplauden la Revolución, sin comprender bien que es incompatible con el cristianismo. Por esto se oye hablar de un “neo-catolicismo”, que supuestamente tendría mucho en común con un “neo-comunismo”, sin que los cristianos confundidos perciban que en ese lenguaje se esconde un sinuoso camino que conduce a la apostasía.

Sobre los nuevos revolucionarios, Benedicto XVI ha escrito otras palabras muy iluminadoras:

La actividad caritativa cristiana ha de ser independiente de partidos e ideologías. No es un medio para transformar el mundo de manera ideológica y no está al servicio de estrategias mundanas, sino que es la actualización aquí y ahora del amor que el hombre siempre necesita. Los tiempos modernos, sobre todo desde el siglo XIX, están dominados por una filosofía del progreso con diversas variantes, cuya forma más radical es el marxismo. Una parte de la estrategia marxista es la teoría del empobrecimiento: quien en una situación de poder injusto ayuda al hombre con iniciativas de caridad —afirma— se pone de hecho al servicio de ese sistema injusto, haciéndolo aparecer soportable, al menos hasta cierto punto. Se frena así el potencial revolucionario y, por tanto, se paraliza la insurrección hacia un mundo mejor. De aquí el rechazo y el ataque a la caridad como un sistema conservador del status quo. En realidad, ésta es una filosofía inhumana. El hombre que vive en el presente es sacrificado al Moloc del futuro, un futuro cuya efectiva realización resulta por lo menos dudosa. La verdad es que no se puede promover la humanización del mundo renunciando, por el momento, a comportarse de manera humana. A un mundo mejor se contribuye solamente haciendo el bien ahora y en primera persona, con pasión y donde sea posible, independientemente de estrategias y programas de partido. El programa del cristiano —el programa del buen Samaritano, el programa de Jesús— es un ‘corazón que ve’. Este corazón ve dónde se necesita amor y actúa en consecuencia. Obviamente, cuando la actividad caritativa es asumida por la Iglesia como iniciativa comunitaria, a la espontaneidad del individuo debe añadirse también la programación, la previsión, la colaboración con otras instituciones similares.” (Deus caritas est, n. 31,b).

La falsa esperanza intramundana es un engaño que nos ofrece el espejismo de un “mejor futuro” y nos roba la caridad que podemos ofrecer en el presente. Peor aún: es la fuente de un odio y una división anticristianos, que rompe la armonía que debe reinar entre ricos y pobres, gobernantes y gobernados, y no conduce sino al gobierno del impío. Ése de quien la Escritura dice: “león rugiente y oso hambriento, el príncipe impío cae sobre el pueblo pobre” (Proverbios 28, 15). Parafraseando a Ernst Bloch: «Ubi Lenin, ibi [falsa] Jerusalem«.

El Reino de Cristo está “en nosotros” o “entre nosotros”, pero no como un reino intramundano. Es la sujeción del corazón a la Voluntad de Dios, que luego efectúa la presencia de Su Ley de caridad en el mundo, precisamente por medio del desprendimiento de todos los bienes temporales, y una apertura al Único verdadero Bien, que es Dios, que es Eterno y que no puede ser poseído sino en el otro mundo, aunque pueda ser gustado en éste. Incluso en la monarquía cristiana, el rey hace presente el Reino de Cristo por la sujeción de su corazón, por el respeto a la naturaleza de las cosas y a la Ley de caridad y por el reconocimiento de que la verdadera Salvación no procede de su cetro temporal. No hay una “transfiguración” de la naturaleza que aniquile al hombre viejo y lo introduzca ahora en un Reino intramundano. Como enseñaba san Pablo, el hombre viejo y el nuevo conviven en el alma del cristiano.

Podríamos llegar más lejos, porque “Dios quiere que todos los hombres se salven, y lleguen al conocimiento de la verdad” y porque Cristo, como nuevo Adán, es cabeza de todo el género humano. En todo hombre, también entre los no cristianos, también entre los judíos, también entre los gentiles, conviven el nuevo Adán y el viejo Adán. La gracia actúa secretamente más allá de los confines de la Iglesia visible. Esto no significa que no debamos buscar la conversión visible de todos a Cristo. Todo lo contrario: las almas en las que el nuevo Adán domina sobre el viejo están “gimiendo”, aunque no lo sepan, por unirse también visiblemente a Cristo. No podemos negar a nadie el consuelo y la ayuda ordinaria de Dios, que viene por los Sacramentos. Cristo, que al ejercer el poder del Profeta, al multiplicar los panes, nos prometió el Pan de Vida, quiere alimentar a todos. Esta propagación de la Fe y de la recepción de los Sacramentos, junto al desarrollo de esa misma Fe en el corazón, es lo que principalmente pedimos cuando rezamos “venga a nosotros tu Reino”.

Todos estamos llamados no a comer el pan terreno, que no es el Reino de Cristo un imperio universal en esta tierra. Todos estamos llamados a comer, en la otra vida, del Pan de los Ángeles, esa Ambrosía de la que el mismo San Miguel toma su luz y su fuerza, la contemplación del Rostro de Dios. Pero en esta tierra, ¡cómo querríamos que todos pudiéramos alimentarnos del Pan Eucarístico! La Eucaristía no es sino un poema del Dios Omnipotente. Él puede no sólo “decir” una metáfora, sino “hacerla”. Él puede hacer verdadera la imagen del “Pan de los Ángeles”. Él puede preparar una Comida con su Carne y su Sangre que, sin embargo, no haga daño a su Humanidad. Esa comida es en verdad su Carne y su Sangre, con las que comemos su Divinidad, que se nos da como alimento para nuestras almas, para transformarlas en el Amado. Nuestro Rey no quiere llevar un cetro temporal. Nuestro Rey no avasalla. Él nos libera, pero no mediante ejércitos temporales que derrotan a otros ejércitos temporales, sino mediante el Sacrificio que ofrece por obediencia al Padre para redimirnos de nuestros verdaderos enemigos y derrotar el orgullo, el poder del “príncipe de este mundo” y del pecado. Luego nos hace partícipes de ese Sacrificio, cuando nos da el verdadero Pan de Vida. Él sí que “es el Profeta que tenía que venir al mundo” (Jn 6, 14).

Dios quiera que todos los hombres reconozcan a ese Profeta y que de ese modo venga verdaderamente a nosotros su Reino.