Herencia constitucional

Raúl Bertelsen | Sección: Historia, Política

Una herencia puede repudiarse, o bien aceptarse. Si el heredero la repudia, rechaza el patrimonio que se le ofrece, y si acepta, puede mantenerlo sin mayores cambios, pero también incrementarlo o dilapidarlo hasta hacerlo desaparecer.

Algo similar ocurre con las constituciones. La que un país tiene actualmente hunde sus raíces en el pasado, es heredera de una tradición que ha ido decantando y que está en manos de quienes, al presente, pueden repudiarla, dejarla de lado, o bien hacerse cargo de ella, aprovecharla en lo que tiene de valiosa y mejorarla.

Este es el gran dilema que tienen ante sí los convencionales que se reunirán el 4 de julio cuando la Convención Constitucional inicie su funcionamiento. Chile cuenta con un patrimonio constitucional producto de una historia que tiene ya dos siglos a su haber. Jaime Arancibia lo ha expuesto en su “Constitución Política de la República de Chile. Edición Histórica. Origen y trazabilidad de sus normas desde 1812 hasta hoy”, publicada el año pasado.

En ese trabajo se puede apreciar cómo la gran mayoría de las normas contenidas en la Constitución de 1980 y sus reformas, provienen del pasado, a veces muy lejano en el tiempo, y en algunos casos muy cercano. El Presidente de la República aparece en 1826; el Congreso con dos cámaras, de diputados y senadores, existe ya en la Constitución de 1828; en la de 1833 se configura un Ejecutivo fuerte; en 1925 se separa la Iglesia del Estado; en una reforma de 1970 se crea el Tribunal Constitucional; la Constitución de 1980 incluye en su texto el Banco Central autónomo. Y próximas en el tiempo, diversas reformas han introducido novedades en lo relativo a los órganos del Estado, de las cuales han surgido, entre otros, los consejos regionales y los gobernadores elegidos en cada región.

Asimismo, en materia de derechos humanos y de su protección, la normativa constitucional se ha perfeccionado con el transcurso de los años. Pocos en número, pero bien perfilados, en la Constitución de 1833 encontramos ya reconocidos la libertad personal, la de expresión, el derecho de propiedad y diversas garantías procesales; en 1874 se incorporan el derecho de asociación y la libertad de enseñanza; en 1925 la libertad religiosa y los primeros derechos sociales, que se incrementarán en el Estatuto de Garantías Constitucionales de 1971; en 1976, el derecho a vivir en un medio ambiente libre de contaminación, una gran novedad en el constitucionalismo de la época, y en la Constitución de 1980 el derecho a desarrollar actividades económicas lícitas y un reconocimiento más completo de los derechos sociales.

Los medios de protección de los derechos han surgido progresivamente. El amparo está presente ya en nuestros primeros textos constitucionales; el recurso de inaplicabilidad, cuyo conocimiento se entregó a la Corte Suprema, aparece en 1925; en 1976 se crea el recurso de protección, recogido y ampliado en la Constitución de 1980, y en la reforma de 2005 se dio competencia al Tribunal Constitucional para declarar la inaplicabilidad, y también la inconstitucionalidad de preceptos legales inconstitucionales.

Este patrimonio constitucional, del que solo he mencionado sus componentes principales, es el que tiene ante sí la Convención Constitucional. No está obligada a conservarlo, puede hacerlo en mayor o menor medida, pero también puede dejar de lado esta herencia constitucional, repudiándola o dilapidándola.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El Líbero, el miércoles 30 de Junio de 2021.