¿Es la fe un argumento político de segundo orden?

Renzo Munita M. | Sección: Política, Religión

A través de esta columna pretendemos referirnos a la licitud moral de las decisiones que toman algunos políticos en el desempeño de sus funciones en cuanto legisladores. La cuestión se vincula con el abandono u olvido de sus convicciones fundamentales con la finalidad de alcanzar equilibrios o acuerdos vinculados a materias en las cuales la doctrina de su fe ofrece una respuesta clara. Le manifestamos al lector que el prisma de esta columna se proyecta desde el credo católico, del cual participamos.

Consideramos como idea estructural que las convicciones religiosas no debieran suponer un último recurso en la argumentación de los representantes, más bien debieran ser el primero (aunque no el único, por cierto, pues la fe es razonable). Precisamente ya que en torno a ellas se formulan los conceptos de verdad y de falsedad, de error y de acierto, de pecado y de virtud. Matices hay desde luego, pero ellos nunca son capaces de desvirtuar las distinciones antes mencionadas, su inteligencia conduce a la comprensión, no a la alteración.

Me parece que esa es la claridad y valentía que se espera de parte de quienes profesan la fe católica, cuya responsabilidad adquiere características calificadas cuando se propugna desde la vereda de la responsabilidad política. No se puede servir a dos señores, en circunstancias que la tentación conduce a identificar a uno de ellos con el respeto humano de no herir susceptibilidades persiguiendo el velado fin de asegurar un nuevo período eleccionario, o una acomodaticia estabilidad.

Por esto no debiera ser desatendido en el discurso el recurso a Nuestro Señor Jesucristo y a su Iglesia, particularmente, en el fundamento de un abierto rechazo al aborto, o de una tajante objeción a la eutanasia, o en la afirmación que el matrimonio es una institución que solo cabe ser proyectada desde la complementariedad de sexos. Por supuesto que no. De hecho, el argumento en referencia corresponde al quicio de nuestra forma de ver la vida, ¿cómo lo vamos a ocultar? Me parece incomprensible.

Lo que exponemos impacta en la forma en como la ciudadanía mira la clase política en la actualidad, integrada en su mayoría por personas sin convicciones trascendentes, al menos del estilo de las que aquí planteamos. Sabemos que no compartir la mirada sobre la que hablamos es muy posible. De hecho, si al Señor lo abandonaron varios, con mayor razón aquella puede ser la actitud de los adeptos de quienes se atrevan a reconocerlo públicamente; ese es el riesgo, que llevado a una lógica de urnas puede significar cuestionamiento, desánimo y un estímulo a callar. Pero al menos, lo que no se puede negar, es que, corrido el riesgo, se ganará el respeto por defender y vivir en un intento de consecuencia con lo que se lleva en el corazón, contribuyendo a más de alguna sorpresa también en perspectiva eleccionaria, toda vez que la coherencia distingue.

En mi entender, es mejor lo último que padecer serios problemas de unidad y una suerte de esquizofrenia que conduce a legislar para el resto, aunque lo que se esté firmando se oponga a las concepciones que en algún lugar de la conciencia están en un aparente modo “silenciar mientras sesiono o mientras gobierno”. Es precisamente a ellos a quienes se dirige esta columna. En otras palabras, a aquellos que convienen con filosofías abiertamente anticristianas, y que a su turno se hacen llamar cristianos y demócratas, a quienes guardan la lámpara bajo el celemín y que detentan un cargo de mayor relevancia social que el de un profesor universitario como el que escribe estas líneas, a quienes consideran que los versículos del Evangelio se reconducen a una filosofía moral discutible y excusable.

Tú lo has dicho” (Mateo 26, 64) es la respuesta de Cristo a la interpelación de Caifás expresada en los siguientes términos: “En el nombre del Dios vivo te ordeno que nos contestes: ¿Eres tú el Mesías, el Hijo de Dios?” (Mateo 26, 63). Como Hijo de Dios, entonces, se presenta Jesús en calidad de imputado al proceso que lo condujo a su Pasión. Si nos fijamos bien, el reo no expresa observaciones a las palabras de la autoridad, no corrige una coma del sumo sacerdote. No dice, por ejemplo, “soy hijo de Dios para aquellos que creen en mí”, no. Y es que Jesús es el mismo para gentiles y observantes. No hay una doble lectura en sus palabras. El tú lo has dicho obedece a una declaración radical, reveladora de una verdad que pronto se confirmaría con su Resurrección, y que había sido posible de intuir desde Caná.

Apreciará el lector, en definitiva, que el objeto de esta columna no corresponde a un afán exclusivamente evangélico o trascendente, pretende hablar de convicción, aunque resulta evidente que ambas cuestiones se vinculan. Y es que confiamos que en estos tiempos bien nos viene el ejemplo de Nuestro Señor en el personal intento por transitar por esta vida con tranquilidad de conciencia. Resultando aplicable igualmente en la encrucijada valórica que comúnmente experimentan los legisladores aparentemente creyentes, y que, ignorándolo, optan muchas veces por desvirtuar su esencia más íntima a un cómodo esquema de puertas adentro. Con certeza, si Él hubiera aplicado dicho modelo jamás habría padecido quedando truncado su propósito redentor. No tuvo miedo de incomodar, aunque el escándalo provocado lo condujera al cáliz que pidió evitar. En síntesis, fue valiente y decidido… ¿nuestros políticos católicos lo son?

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por Camerata, el lunes 21 de julio del 2021.