La república se encuentra en peligro mortal

Carlos A. Casanova | Sección: Política, Sociedad

Después de las elecciones del 15 y 16 de mayo, los intelectuales llamados “de centro-derecha” publicaron una serie de columnas en las que justificaban el “proceso constituyente” iniciado en 2019. El “estallido social” se habría debido a que, como ellos mismos habían diagnosticado previamente, “el modelo está gastado” porque no responde a las “aspiraciones del electorado” y porque “grandes mayorías anhelan cambios profundos”. La debacle electoral de esos días se habría debido a que “la derecha” vive en un universo de cristal al que llaman “las tres comunas”, y a que no tiene un “fondo doctrinario nítido” desde el cual defenderse frente a “la izquierda”.

Yo tengo aprecio a los autores de estos artículos, pero he llegado a preguntarme tres cosas sobre su diagnóstico. Por qué no se dan cuenta de: (1) que hay un proceso revolucionario en curso que amenaza la estructura republicana fundamental de Chile y su misma existencia como nación en el que ya no tiene sentido subrayar sus diferencias con los “liberales”, sino unir todas las fuerzas disponibles para luchar contra el enemigo común; (2) que ese proceso revolucionario nada tiene que ver con las aspiraciones de “grandes mayorías” ni del electorado, sino que, si acaso, explota la credulidad de un electorado confundido por la propaganda; y (3) que en la estructura institucional de Chile estaba reflejada una comprensión profunda del hombre, la sociedad, el mundo y lo divino, de manera que la acusación de “falta de relato de la derecha”, no es sino un aspecto de la táctica de desmoralización que usan los comunistas para derrotar a sus adversarios. Quiero en estas líneas explicar e ilustrar mis tres preguntas, con la esperanza de arrojar luz sobre el verdadero dilema al que se enfrenta mi adoptiva patria y sobre los medios que habría que poner en movimiento para salvarla de la destrucción.

Hay un proceso revolucionario marxista que amenaza con destruir a Chile.

Es sorprendente que estos analistas no perciban que lo que ha habido en Chile responde a una estrategia cuidadosamente pensada de desestabilización y desmoralización, aunque sea verdad que los medios de comunicación social lograron provocar después de octubre de 2019 algunas manifestaciones pacíficas que poco tenían que ver con el curso que efectivamente tomaron los acontecimientos, y que no eran tan masivas como esos mismos medios las presentaron. Para empezar, lo que hubo el 18 de octubre de 2019 no fue un “estallido social”, sino una cadena de actos terroristas cuidadosamente planeada y organizada. Tere Marinovic nos mostró, por ejemplo, que el acelerante que se usó para quemar las estaciones de metro no sólo era el mismo, sino que era de la misma marca. La receta, por otra parte, es la misma que se había usado en Caracas desde 1989 y que se está usando ahora en Colombia. ¿Cómo se puede ser tan ciego como para no ver esto?

Muy pocos pensaban antes del ataque subversivo del 2019 y de la subsiguiente campaña mediática que fuera necesaria en Chile una nueva Constitución. Más aún, las aspiraciones que manifestaban los descontentos una vez iniciada la campaña, poca conexión tenía con la necesidad de cambiar la Constitución. Lo que contemplamos en octubre y noviembre no fue sino un acto más de un plan de desestabilización de la república, cuya ejecución se inició lo más tarde con el asesinato de Jaime Guzmán, plan que pretendía y casi ha conseguido que Chile se arroje al abismo revolucionario conforme a los antiguos designios de Fernando Atria, que están alineados con designios todavía más antiguos de Hugo Chávez y los Castro.

Mis amigos, los analistas de “centro-derecha”, no parecen comprender lo que significa convocar una “Asamblea Constituyente”. Me temo que ni siquiera se alarmarán cuando los “convencionales” la declaren “soberana”, sencillamente porque, al parecer, no comprenden el significado verdadero de ese acto. Señores: si la Convención se declarara soberana y no hubiera una reacción inmediata que paralizara por entero el brazo de los marxistas, les auguro que podrán despedirse no sólo de la estructura republicana de Chile, sino de la nación chilena como un poder presente en el concierto de las naciones. Esa declaración entrañaría una usurpación de todos los poderes y una violación de todas las normas, implicaría decretar la revolución más radical que haya visto Chile en toda su historia, desde que Valdivia acuñó esa idea de una unidad político-militar que se extendiera desde un poco al norte de La Serena hasta el Estrecho de Magallanes y el Mar del Norte en su carta al Emperador Carlos V.

Chile se encuentra al borde del abismo, y no hay tiempo para pataletas malcriadas. Hay que ceñirse los cinturones y hacer las paces con los liberales que respetan el Derecho y que aman a la Patria, como Johannes Káiser o Juan Lehuedé (distinguiéndolos de los que se dicen “liberales”, pero no son sino juguetes de la revolución), y salvar a la Patria del naufragio. (Me gustaría incluir a Axel Káiser, pero él favorece puntos centrales de la agenda revolucionaria, como la legalización del aborto, el “matrimonio” homosexual y la usura –que es necesaria para “agudizar las contradicciones”).

Al parecer, estos analistas juzgan que la caída del Muro de Berlín significó el fin del marxismo. Eso era lo que creíamos en Venezuela y, por ser la primera víctima de este espejismo, creo que el pueblo venezolano merece más compasión que censura. Pero nosotros caímos en el año 1998. Y después de nosotros cayó Bolivia, y luego Ecuador, y Nicaragua, y Argentina… ¿Qué excusa tiene un intelectual chileno para decir que no se ha dado cuenta de que China y Rusia están extendiendo el marxismo en Iberoamérica? ¿Cuál excusa, cuando esa carcasa comunista que llamamos “China” (que poco tiene que ver con la gran civilización destruida por Mao) y su Partido hegemónico se han ido adueñando de todo en Chile por medio de empresas que ni siquiera ocultan su pertenencia al Partido, tal como State Grid? Parece que las escamas no caerán de los ojos de algunos hasta que los maoístas los arrojen a una cárcel como La Tumba de la Plaza Venezuela en Caracas.

Ese proceso revolucionario nada tiene que ver con las aspiraciones de “las grandes mayorías”.

Una de las cosas que comprendió bien Jaime Guzmán, y que al parecer no han comprendido bien los intelectuales de “centro-derecha”, es que la mayoría de los habitantes de una república moderna, aunque se declare “democrática”, son ciudadanos políticamente pasivos. Max Weber sí que percibió eso, porque no estaba cegado por la fuerza de la ideología.

Esto significa que es responsabilidad de las élites cuidar que esa masa del pueblo no sea engañada por campañas demagógicas que la conduzcan como a un rebaño al matadero de la esclavitud y aun del genocidio. Pero para poder cumplir esa responsabilidad hay que haber reflexionado a fondo sobre lo que es una república, lo que es la propaganda demagógica y lo que es en realidad el gobierno. Ningún gobierno es legítimo porque tenga el apoyo de las mayorías. Las mayorías pueden apoyar un gobierno tiránico, si son manipuladas adecuadamente, como quizá haya ocurrido en la Alemania Nazi, y como ocurrió en Venezuela hasta el año 2000, más o menos. (Después de esa fecha el fraude fue clamoroso, pero eso es harina de otro costal). Lo que hace legítimo a un gobierno es su sujeción al Derecho, sea éste positivo o natural. No a “las leyes”, pues los nazis actuaron bajo la capa de las leyes, pero violaron sistemáticamente el Derecho.

Los descontentos de Chile no justificaban que se decretara la revolución, y eso fue lo que se hizo al entrar en este proceso constituyente. Las aspiraciones de las “grandes mayorías” nada tenían que ver con la destrucción de las garantías jurídicas. Golpe a golpe los marxistas rebeldes, en connivencia con el gobierno de Sebastián Piñera y de muchos de sus ministros, también con la excusa de esta “pandemia”, y por medio del proceso constituyente y de la subversión, han ido despojando a Chile de las capas protectoras con que ese gran jurista que fue Jaime Guzmán había dotado a la república. (Oh, por cierto que Piñera y muchos de sus ministros y partidarios han impulsado la revolución no por mera “frivolidad”, sino porque efectivamente son revolucionarios.) Queda una última capa: la sujeción de la Convención Constituyente a la Constitución de 1980. ¿Ha señalado este aspecto crucial de nuestra situación alguno de los intelectuales de “centro-derecha”? No. ¿Por qué? Porque los ciegan unas escamas ideológicas. Parece que se caerán cuando hayan caído la república y la nación chilenas, y ellos sean arrojados a La Tumba del Cono Sur.

La defensa de la estructura republicana de Chile y de la existencia física de la nación proporciona el “relato” buscado por los intelectuales de “centro-derecha”

Jaime Guzmán, al participar protagónicamente en la elaboración de la Constitución de 1980 plasmó en ella una visión del hombre, del Estado, del mundo y de Dios que los intelectuales de “centro-derecha” han desfigurado como meramente “anti-comunista”. Es una lástima, porque el que principalmente ha hecho esto es un hombre con talento, que podría haber comprendido mucho más hondamente la obra de Guzmán, si no se hubiera dejado llevar por la corriente de opinión que se desató contra uno de nuestros mayores benefactores de todos los tiempos.

(a) Guzmán comprendió que el Estado no podía ser “neutro”, porque un Estado neutro abría flancos para las interpretaciones del tipo de Novoa Monreal, los “resquicios legales”, que favorecían la revolución. Explícitamente rechazó el liberalismo, no sólo en sus escritos preparatorios de la Constitución, sino en la misma normativa. (b) Comprendió, además, que el Estado aunque no es una substancia, sí que es una realidad natural. En esto se diferencia de John Locke, quien juzgaba que las relaciones eran entes de razón y el Estado puramente convencional. (c) Se dio cuenta Guzmán, además, de que el destino del hombre es trascendente, mientras el destino de la sociedad política no lo es. Este acierto, le ha acarreado no poca crítica injusta. (d) Guzmán estableció la subsidiaridad, y en ningún momento la interpretó de una manera meramente “negativa”. (e) Estableció la idea de una propiedad limitada por su función social y (como ha mostrado Carlos Frontaura) incluso sostuvo que podrían surgir situaciones (análogas a la de la reforma agraria) en las que una expropiación masiva de bienes fuera necesaria, sin que el Estado pudiera pagar la indemnización equivalente al precio a todos los afectados. En ese caso, sería justo proceder a la expropiación, pero de manera que todos los miembros de la comunidad política soportaran el daño de manera proporcional, y no sólo los propietarios. (f) Guzmán defendió el derecho preferente de los padres a educar a sus hijos, que es un Derecho natural, y las iniciativas educativas particulares (interpretadas malévolamente por sus críticos como “derecho a emprender en educación”), pero sin negar que el Estado debía organizar la educación gratuita para asegurar el acceso de todos a la misma, ni negar tampoco que el Estado debía fomentar el desarrollo de la educación en todos sus niveles. (g) Respecto de la libertad económica, que es sin duda un rasgo de toda existencia republicana (y que nos está siendo arrebatado en este momento por Piñera y su tiranía sanitaria), Guzmán estableció límites razonables, que sus críticos pasan por alto. El Estado debía intervenir para evitar distorsiones de la competencia, y también para tomar medidas efectivas orientadas a aliviar la pobreza: él veía a la economía como un aspecto de la vida del Estado, aspecto que no podía reemplazar a la política (véase su escrito “El sentido de la transición”, que es de 1982). (h) Finalmente, Guzmán estableció todo un sistema de protecciones para la república al establecer un auténtico régimen mixto parecido al de la Constitución original norteamericana, con un elemento popular y numerosos elementos aristocráticos; con sabias previsiones para impedir el surgimiento de un nuevo movimiento tiránico (como la inhabilitación política de los totalitarios, incluidos aquellos que trabajan por la abolición de la familia); con un realismo muy grande en lo que se refiere al establecimiento de principios de racionalidad fiscal y de acumulación de capital para preservar la soberanía de la Patria frente al sistema financiero internacional; con la esperanza de que el goce de las libertades apartaría a los chilenos de nuevas aventuras revolucionarias. Esto último le ha valido el reproche más injusto que se le haya dirigido, quizá, tanto más doloroso cuanto proviene de una fuente que debería haber comprendido mejor el proyecto guzmancista: “[Guzmán] asume que las libertades económicas pueden ser suficientes para dotar de sentido un orden político” (Mansuy, “Notas sobre política y subsidiaridad en el pensamiento de Jaime Guzmán”). Oh, Guzmán no pensaba que el mero desarrollo económico conseguido con las libertades correspondientes daría sentido y estabilidad al régimen político, como es evidente por el enorme conjunto de garantías que establece para proteger a la república. En cambio, sabía muy bien que los jóvenes podían olvidar los horrores del marxismo, y por eso llamaba a los mayores a ponerles delante de los ojos esos horrores, que se desarrollaban en escenarios contemporáneos: “si de mostrarles el marxismo se trata, aparte de la enseñanza crítica de su doctrina, resultará incomparablemente más eficaz el referirse a sucesos como los recientes de Polonia o Afganistán [hoy diríamos, Venezuela, Nicaragua o México o aun España], que a los de nuestra distante Unidad Popular” (“El sentido de la transición”).

Chile tiene toda una estructura republicana que perder. Chile tiene una hermosa tradición que perder. La vida de “las grandes mayorías” está en peligro, pues el marxismo contemporáneo es genocida. Chile puede desaparecer del concierto de las naciones. Amigos míos, analistas de la “centro-derecha”: ¿hace falta otro relato para oponerse a la revolución que amenaza con devorarlo todo? Ojalá no tengan que esperar a que los encierren en La Tumba para que caigan las escamas de sus ojos.