El quiebre de la armonía

Juan Pablo Zúñiga H. | Sección: Política, Religión, Sociedad

En una columna anterior me refería a la chilenidad y al sentir republicano dentro de cada chileno, definición que dista del espíritu que anima a los constituyentes y con el cual fueran convocados por el presidente el domingo recién pasado a iniciar sus labores. La pérdida de estos códigos y tradiciones son evidentes. La contra-respuesta al sabotaje de los pilares de nuestra civilización ha sido casi heroica en estos tiempos difíciles. Sin embargo, los saboteadores han ido por más. El deterioro espiritual ciertamente ha contribuido con la suerte de deriva en que nos encontramos como nación.

Los saboteadores necesitaban acotar el papel de la fe en la vida del ciudadano y, consecuentemente, de la nación. Para ello les era imprescindible una Iglesia cada vez menos activa y presente, llevándonos a tener una Iglesia, como fuera señalado, “con el periscopio bajo”. En el censo de 1992, prácticamente el 90% de la población se definía como cristiana (76.7% católicos, 13.23% evangélicos y protestantes), dato que cayera a 80% de acuerdo con el censo de 2012. Otras mediciones, como la Encuesta Bicentenario de la Pontificia Universidad Católica de Chile, señalaba el 2019 que sólo el 63% de la población adhería al cristianismo. Pio XI desconocía estos datos en los años ´30, sin embargo, nos advertía en sus encíclicas sobre los peligros que se avecinaban.

Los efectos y las consecuencias del abandono del camino correcto nos son advertidas en el tercer capítulo del libro de Génesis, en el relato de la caída del hombre. Cuando el pecado entró al Jardín del Edén, a través del engaño del diablo a Eva -y Adán- entró consigo la semilla de la duda, la desconfianza y la enemistad. Ese es el modus operandi del enemigo: ofrecer falsas promesas, seductoras a los ojos del incauto, capaces de nublar la visión a las verdaderas bendiciones que vienen del Eterno, llevando así al hombre a desear las suculentas promesas malignas del camino fácil. Así mismo, el pecado trae consigo la vergüenza, la culpa, las acusaciones y finalmente la división. Basta solamente un instante de vacilación y dar oídos y crédito “al engañador” para que éste tome la armonía, sea del precioso Jardín del Edén, sea de un individuo, de una familia o de una nación que se esfuerza por seguir los preceptos divinos, para que esa armonía se transforme en dureza y escenario hostil para la humanidad.

Es aquí donde nos encontramos hoy como nación, y la disminución de 27% de la población cristiana en los últimos 29 años tiene mucho que ver con ello. Algunos argumentarán que las correlaciones no pueden ser asociadas a la causalidad, sin embargo, la pérdida del horizonte espiritual de la nación y la pérdida del temor de Dios lleva a un vacío del alma que puede ser fácilmente llenado por cualquier ideología relativista que carece de todo respeto por la dignidad humana.

El 19 de Marzo de 1937, Pio XI señalaba en su encíclica Divini Redemptoris: “…en el curso de los siglos, las perturbaciones se han sucedido unas tras otras hasta llegar a la revolución de nuestros días, la cual por todo el mundo es ya o una realidad cruel o una seria amenaza, que supera en amplitud y violencia a todas las persecuciones que anteriormente ha padecido la Iglesia. Pueblos enteros están en peligro de caer de nuevo en una barbarie peor que aquella en que yacía la mayor parte del mundo al aparecer el Redentor” (Carta Encíclica Divini Redemptoris del sumo pontífice Pio XI sobre el comunismo ateo). Habiendo Chile entrado, por primera vez en su historia, en el registro de naciones que presentan graves violaciones a la libertad religiosa, junto con casi un centenar de templos atacados, incendiados o destruidos desde Octubre de 2019 -a la fecha, 53 templos católicos y más de 60 evangélicos-, ante la asonada relativista y la amenaza real de totalitarismos marxistas en nuestro país, las palabras de Pio XI deben resonar con fuerza en nuestra nación instándonos a buscar desesperadamente el camino correcto.

Así como sólo a través del poder salvífico de Cristo Jesús podía ser restituida la armonía y unión con el Padre Eterno, es el mismo camino el que se nos ofrece generosamente hoy como posibilidad de reconciliación verdadera para salir de esta encrucijada. Para ello se requiere de un profundo acto de fe, que comience con el juicio de credibilidad, que abra el alma a reconocer la divinidad de Cristo y, al mismo tiempo, Su capacidad de salvador y redentor. Los cuatro evangelios atestiguan de ello, señalándolo a Él como el camino, la verdad y la vida, el camino a través del cual el Eterno vuelve a habitar entre nosotros, en esta humanidad caída y ciertamente en nuestra nación.

Los peligros del relativismo -el materialismo marxista y la pérdida del respeto por la vida humana- que parecían tan lejanos, se esparcen hoy como un cáncer en nuestra sociedad. El Credo de Nicea nos señala que “Él es Dios de Dios y luz de luz”. Solamente Su luz es capaz de iluminar las mentes y las almas de una nación como la nuestra que sistemáticamente se ha negado a aceptar esta verdad como su camino de salvación y ha preferido los caminos del error creyendo que sólo la razón y el mundo material bastan. Las heridas profundas abiertas en nuestra sociedad demandan un bálsamo para ser sanadas y de allí reconstruir nuestra vida común. Cuando como sociedad nos olvidamos de Cristo y su Iglesia, tal como los primeros padres, la caída es rápida y estrepitosa.

Por ello, se hace fundamental exhortar a nuestra nación a recordar las palabras que nos dejara Juan Pablo II en el Estadio Nacional aquella noche de abril de 1987: “¡No tengáis miedo de mirarlo a Él! Mirad al Señor: ¿Qué veis? ¿Es sólo un hombre sabio? ¡No! ¡Es más que eso! ¿Es un Profeta? ¡Sí! ¡Pero es más aún! ¿Es un reformador social? ¡Mucho más que un reformador, mucho más! Mirad al Señor con ojos atentos y descubriréis en Él el rostro mismo de Dios. Jesús es la Palabra que Dios tenía que decir al mundo. Es Dios mismo que ha venido a compartir nuestra existencia.”