Las lecciones del fin de semana, su significado y sus exigencias

Carlos Casanova | Sección: Política, Sociedad

Un duelo existencial

Los resultados de las elecciones de los miembros de la Convención Constituyente del fin de semana pasado no son sino un paso más de Chile por la pendiente revolucionaria, que acaba en el abismo de la destrucción. He leído comentarios muy buenos, y he leído también comentarios que me recuerdan mucho el “chaqueteo” de 1891: jóvenes analistas de “centro derecha”, que con un cambio de retórica quieren ganarse a la audiencia adulándola, pero que una vez más no descienden a lo profundo, para intentar extraer de allí el consejo salvador.

La Convención Constituyente, con ese nombre ominoso de la época del Terror francés, es en las intenciones de muchos un instrumento para llevar a cabo la revolución. El intelectual que por antonomasia representa esta corriente es Fernando Atria, que el propio 16 de mayo recogía en un tweet un fragmento del discurso de Salvador Allende del 4 de septiembre de 1970. Atria, que añora el establecimiento de un Cuerpo Constituyente soberano, que no reconozca norma alguna; Atria, que considera a las élites chilenas como “conquistadores extranjeros”, por fin se quita la careta para mostrar su marxismo puro y duro…

La situación es gravísima. La revolución no encarna los anhelos del pueblo chileno real, de carne y hueso. Encarna, sí, los anhelos del “pueblo pequeño” de que nos habló Cochin en sus estudios sobre la revolución francesa, citados por Shafarevich: “el papel principal en la Revolución Francesa lo jugó un círculo de personas que se había establecido en las sociedades y academias filosóficas, las logias masónicas, los clubes y las secciones. Las características propias de ese círculo consistían en el hecho de que vivía en su propio mundo intelectual y espiritual: el ‘Pueblo Pequeño’ [Lesser People], en medio del ‘Pueblo Grande’”. Con el apoyo de propaganda engañosa y de desinformación, esta nueva élite se ha arrogado el nombre de “pueblo”, y ha embarcado al verdadero pueblo en la aventura de exterminar y reemplazar a la antigua élite. Estos exterminio y reemplazo constituyen el verdadero tema de toda revolución moderna.

Pero la élite tradicional, con todos sus defectos, egoísmos y miopía, es chilena. Eso significa que le duelen su Patria y su pueblo, en mayor o menor medida. La nueva élite, en cambio, es bohemia y cosmopolita, no tiene escrúpulos en servir a dominadores extranjeros. Allende trajo a Cuba y a los soviéticos; Bachelet y Atria traen nada menos que a la China (y la ONU). Como representan a un movimiento totalitario, su ideología es anti-nacional y no puede echar raíces si no es por medio de una destrucción profunda de las estructuras culturales de Chile. Eso significa que no puede echar raíces sin cometer un genocidio. Lo que está en juego, por tanto, es (a) la existencia de Chile como unidad de poder en la historia y (b) la supervivencia física de una porción grande del pueblo chileno. Y cuando hablo de Chile como unidad de poder, me refiero al Chile que nació de las Cartas de Valdivia, al Chile que estuvo integrado nominalmente en el Virreinato, que fue Capitanía General, y que después fue República decimonónica y que ha evolucionado hasta hoy. Eso es lo que puede desaparecer del concierto de las naciones. No simplemente la estructura republicana. No se llamen a engaño los patriotas. Ésta es la alternativa: ¿subsistirá este país en el concierto de las naciones, o será borrado del mapa, igual que Venezuela, que efectivamente ha sido destruida, que ya no tiene unidad nacional estructurada, sino que es un mosaico de bandas gangsteriles?

El camino que tenemos delante está plagado de trampas y de dificultades. El norte que nunca debemos perder es éste: existe un Derecho que no puede ser lícitamente vulnerado ni siquiera por las mayorías. El pueblo no puede por un fiat de su voluntad hacer que lo que es torcido en su naturaleza sea derecho por ley. Además, la democracia directa no puede existir hoy por razones obvias, excepto en países como Liechtenstein, que no llegan a los 50.000 habitantes. Un gobierno no se torna legítimo, entonces, por la voluntad del “pueblo” (y mucho menos del “pueblo pequeño”), sino por el respeto al Derecho. Si la Convención Constituyente no respetara las normas conforme a las cuales fue elegida, se convertiría en un cuerpo usurpador y los defensores de la república deberían, en tal caso, intervenir. Muy particularmente si la Convención no respetara los quórums establecidos o la sujeción a la Constitución vigente.

Este segundo punto es crucial. No me cabe duda de que Fernando Atria desea que la Convención rompa con el hilo constitucional porque, sin duda, quiere (a) vengar a Allende y (b) que la nueva Constitución no derive su legitimidad de la Constitución de 1980. Pero, como digo, si la Convención se declarara soberana como lo fue lamentablemente la de Venezuela en el año 2000, todo ciudadano responsable debería poner todos los medios a su alcance para detener la subversión revolucionaria y salvar a la Patria.

Subversión del sentido del Derecho y la verdad

El problema que se plantea es el siguiente: ¿tiene ahora Chile una élite capaz de comprender esto y de exigir la sujeción al Derecho por medio de la fuerza, si fuera necesario?

La situación actual es fruto de un largo proceso revolucionario en el que los principales actores han sido Michel Bachelet y Sebastián Piñera. Ellos han puesto las bases para que no se respete el Derecho y para que los revolucionarios se sientan con el derecho a arrebatar lo que no se les da sumisamente. Uno de los actos más significativos fue la imposición por Bachelet de la píldora del día después por medio de normas administrativas. El Tribunal Constitucional salió en defensa del derecho a la vida y anuló esas normas. Luego Bachelet presentó un proyecto de ley con parecido contenido, y Piñera dio permiso a los parlamentarios de la Alianza para desacatar abiertamente la decisión del Tribunal, en materia tan central como el derecho a la vida. A partir de allí, todo ha ido cuesta abajo. El pueblo chileno se ha acostumbrado a que no se respete el Derecho ni la jerarquía: los colegiales no respetan a profesores ni reglamentos; los manifestantes no respetan a los carabineros; el gobierno no respeta la sensatez fiscal establecida en la Constitución; los terroristas no respetan la autoridad en La Araucanía; los narcos no respetan la fuerza policial en los barrios; Bachelet se ríe de la Constitución en un acuerdo con el Movilh ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, etc.

El clima de desprecio del Derecho se ve complementado por el clima de desprecio de la verdad. Piñera y Felipe Kast promueven la ley de género, y así ya la verdad como adecuación entre el intelecto y las cosas no protege a una persona que se atenga a ella: se le puede imponer un lenguaje totalmente ficticio. Una vez que se acostumbra al pueblo a despreciar la verdad, ya se puede hacer con él cualquier cosa, como por ejemplo, (a) encerrarlo en cuarentena por meses sin fin, por una enfermedad que, según Ioannidis en un documento de la OMS, tiene una letalidad media de entre 0,23% y 0,27%; y (b) privarlo del culto religioso, aun en Navidad y Pascua.

Con semejante subversión de las estructuras más altas de la civilización occidental, el terreno está preparado para el ataque revolucionario final. Ya el hecho de que se estableciera un cupo en la Convención para los indígenas después del plebiscito de octubre de 2020 fue una violación de las reglas de funcionamiento de la Convención. ¿Hay que verla ahora como un fait accomplie? Es un mal presagio sobre lo que está por venir, sobre todo porque revela la completa incompetencia de la élite chilena para hacer respetar el Derecho.

En ese clima, yo me pregunto si la confianza ilimitada de la élite chilena tradicional en su sistema de elecciones se justifica en verdad. En  diciembre, yo calculé que en 2017 una simple comparación del censo con los datos del Registro Electoral revela que en éste sobraban nada menos que un 1.100.000 electores. Me temo que en 2021 ese número debe haber llegado al millón y medio. Si a esto se suma que se eliminó todo sistema para prevenir el voto múltiple (el antiguo entintado del dedo), se descubre que hay fundamentos sólidos para sospechar que las elecciones no son tan íntegras como se cree. Pero durante el fin de semana se añadió un motivo más: con la excusa del covid-19, la elección se retrasó por más de un mes, y luego se hizo en dos días, de modo que los votos emitidos el sábado 15 quedaron en custodia durante la noche siguiente, en centros electorales en los que podían quedarse civiles, aparte de los militares que los custodiaban. El descaro que han mostrado los agentes revolucionarios, la naturaleza de la ideología marxista (que considera legítimo cualquier medio que favorezca a la revolución) y la evidente infiltración de todos los sectores de la vida chilena me llevan a temer que haya habido violación de las urnas electorales. En la noche del sábado me llegó una denuncia según la cual se habría violado el sello de unas quince mesas en un centro electoral en La Granja, precisamente la circunscripción electoral en que resultó electo Fernando Atria. Me gustaría saber si se dieron otros casos. De hecho, pido a los lectores que, si tuvieron noticias de casos semejantes, me lo hagan saber aquí: integridadelectoralchile@protonmail.com

En realidad, tras ver los resultados de la elección de convencionales, me he persuadido de que lo más probable es que haya habido fraude. Los que más votos obtuvieron, sacaron 12.000 y tantos; muchos fueron electos con menos de 10.000. Esto significa que con un tropilla de jóvenes de la “primera línea” de varias ciudades, 10.000 en total, se podía dar la vuelta a la elección en muchos distritos, con solo pasearlos con los documentos de identidad necesarios, correspondientes a una parte de los electores sobrantes. Tenían dos días para llevar a cabo este fraude, más seguro que romper los sellos. (Aunque también se puede haber roto sellos, como en La Granja, quizá para intentar eliminar a la Marinovic). Esto requiere bastante logística, pero los revolucionarios cuentan con el apoyo de los gobiernos de Venezuela, Bolivia, Cuba, China y con los infiltrados chilenos. Así que, en realidad, era muy sencillo, pan comido, como decíamos en Venezuela. Y si a esto se suma que no hay que temer una intervención de la Policía de Investigaciones, porque su Director, como Atria, es Allendista, seguramente se hizo. Y calza con información que he recibido de Santiago: que en algunas comunas “muchos jóvenes fueron a votar el domingo en la tarde”.

La necesidad de una organización política nacional y que encarne prudencia y sensatez

Quiero abordar un último tema: algunos han sostenido que los resultados electorales del fin de semana significaron una rotunda derrota para el Partido Republicano y que, por ello, José Antonio Kast debe desistir de la candidatura presidencial. Yo estoy en total desacuerdo. En primer lugar, el PR obtuvo 5 constituyentes. En segundo lugar, cuando se desata la tormenta revolucionaria, lo más importante para el pueblo que será su víctima es contar con un referente, un grupo político organizado y fiel a principios de sensatez política en torno al cual pueda organizarse la resistencia.

Recientemente la UDI ha proclamado a Joaquín Lavín como su único  candidato presidencial. Eso me recuerda los esfuerzos de Copei en la elección de 1998 por conquistar la Presidencia en Venezuela: al nombrar como candidata a un personaje que era bastante popular, pero que no tenía la consistencia requerida para enfrentar la crisis, Irene Sáez, cometió el error más grave que podía cometer. Una buena parte de los chilenos entre los que me incluyo, jamás votaríamos por Joaquín Lavín, porque ese “bacheletista” representa la continuidad de la situación actual: una revolución rugiente con un Primer Mandatario que debería ser rival de los revolucionarios, pero que, en realidad, es su cómplice. Es preferible tener como Presidente a la Jiles o a Jadue: al menos el pueblo tendrá claro cuando se inicie el genocidio quién es el enemigo y quién es el amigo. Nada ha hecho tanto daño a Chile como la complicidad de Sebastián Piñera con la revolución. (Si su apoyo expreso o tácito a la revolución no fuera intencional, entonces respondería a culpa grave, que equivale al dolo).

Lo que Chile necesita ahora, por tanto, es el perfeccionamiento de la organización de los partidos que defienden su integridad, y la intensificación de la política real: que se multipliquen los panfletos, los discursos presenciales, las conferencias y que se formen redes para resistir a la tiranía que se nos echa encima. Jaime Guzmán es, en este sentido, nuestro modelo. Y el Ministro París en buena medida nuestro enemigo. Debe cesar la tiranía sanitaria para restablecer los tejidos sociales que ésta ha destruido. Chile debe prepararse para la batalla más importante de toda su historia, la que decidirá su existencia en el concierto de las naciones. Para darla, debe recuperar su libertad y su capacidad de acción. Basta ya de la opresión de Sebastián Piñera y su entorno. Hay que poner manos a la obra y con urgencia. Repitamos las palabras de nuestro himno, que nos recuerdan que hay cosas más importantes que la salud o la vida física: “[Dulce Patria,] o la tumba serás de los libres, o el asilo contra la opresión”.