Aún es tiempo

Sergio Muñoz Riveros | Sección: Política

Casi como en un acto de sonambulismo, el país se deslizó hacia la elección de la Convención Constitucional, sobre cuya naturaleza hubo gran confusión entre los electores, pero también entre muchos candidatos a convencionales, que parecían creer que iban a integrar un suprapoder que tomaría decisiones sobre toda clase de asuntos. Los debates de la campaña abarcaron una agenda infinita de materias, de lo que podía deducirse que Chile se había extraviado y todo estaba en discusión. La hinchazón del lenguaje contribuyó a crear la impresión de que la Convención representaba el comienzo de una nueva era. Así lo entendió la abogada María Rivera, elegida constituyente por la Lista del Pueblo, quien declaró el jueves 20 a El Mercurio: “Si convocamos a una huelga general, podemos exigir a la Convención que decrete la libertad de los presos políticos”.

La Convención no tiene facultades para decretar nada; ninguna resolución suya se convertirá en ley de la República; el Congreso no se disolverá. Están, pues, gravemente equivocados quienes actúan bajo la sugestión de que el voluntarismo tiene propiedades sobrenaturales o, peor aún, convencidos de que, si las cosas no resultan por las buenas, resultarán por las malas. La única tarea de la Convención es elaborar un proyecto de nueva Constitución, que luego podrá ser aprobado o rechazado por los ciudadanos. Si no se respeta el marco legal establecido por la reforma constitucional de diciembre de 2019, y se promueve el “convencionalismo de facto”, la Convención se volverá inviable.

¿Cómo llegamos a este punto? Por la confluencia de múltiples factores de erosión cívica que terminaron por reblandecer la cultura democrática. Su mayor expresión fue la actitud indulgente hacia la violencia que estalló en octubre de 2019, alentada desde el Congreso por quienes concluyeron que, cuando gobiernan los adversarios, todo está permitido. La revuelta incorporó la intimidación a las formas de hacer política a partir del 15 de noviembre de 2019, cuando los operadores agrupados en torno al presidente del Senado de entonces sacaron provecho de las confusiones y flaquezas del Gobierno. Así, impusieron una fórmula que, con apariencia pacificadora, metió al país en la dinámica de elaborar una nueva Constitución mediante la creación de un segundo parlamento. En seguida, el Congreso regaló alegremente sus atribuciones constitucionales sin que se alzara ni una sola voz en contra. Los entusiastas del experimento priorizaron la posibilidad de acrecentar el poder de sus partidos. ¿Hace falta demostrar que sacaron muy mal las cuentas?

El debilitamiento de los liderazgos democráticos se ha profundizado en la misma medida que creció la desaprensión respecto del valor de la estabilidad y la gobernabilidad. Ha sido muy grande el daño causado por la transgresión de los procedimientos fijados por la división de poderes. Se explica entonces la inquietud de amplios sectores sobre el futuro del país, acentuada al conocer las opiniones de los convencionales que propician una ruptura que, supuestamente, traería felicidad al pueblo.

El funcionamiento de la Convención estará fuertemente condicionado por las campañas presidencial y parlamentaria. Los gestos, las declaraciones, los desplantes mirarán hacia la definición de noviembre. No es casual, puesto que estará en disputa la conducción de los poderes Ejecutivo y Legislativo, los cuales, cualquiera que sea el resultado de la Convención, deben dar continuidad al Estado. Ninguno de los candidatos presidenciales da la impresión de estar aspirando a un cargo con poderes que quedarán en suspenso o de duración desconocida.

¿En qué resultará la Convención? Lo sabremos recién dentro de un año. Por supuesto que el país no puede ponerse a esperar lo que salga de allí. Si surge finalmente un proyecto de nueva Constitución, habrá que dar paso a un plebiscito. Además, será necesario precisar los términos y plazos de la eventual transición de un orden constitucional a otro. En los meses que vienen, será fundamental que se refuerce, a derecha e izquierda, la conciencia de que el país no puede perder la brújula. La certeza jurídica es vital en todos los terrenos, pero particularmente en la economía.

Chile tiene enormes retos por delante, pero no podrá enfrentarlos exitosamente si cunden la desidia frente a la suerte del régimen democrático, los cálculos sectarios, la miopía política que, como lo demuestra nuestra historia, es una afección que se paga muy caro.

El futuro no depende de la Convención, sino de todos nosotros. Las cosas irán mejor o peor según sea la reacción del conjunto de la sociedad frente a los actuales dilemas, el principal de los cuales es evitar un retroceso político e institucional que implique echar por la borda los enormes logros de las últimas décadas. La primera exigencia es preservar el Estado de Derecho. Nadie puede cruzarse de brazos.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El Mercurio, el martes 25 de mayo de 2021.