Una democracia participativa para Chile

José Tomás Hargous F. | Sección: Política

Ya llegó marzo y va quedando poco para la que, probablemente, será la elección más importante de las últimas décadas, con comicios municipales, de gobernadores regionales y, el tan esperado, de quienes redactarán un proyecto de Nueva Constitución. Este momento electoral y constitucional ha propiciado, enhorabuena, la propuesta de contenidos por parte de los candidatos, partidos políticos y centros de estudio, que invitan a repensar la institucionalidad del país. En esta columna quiero aportar a esa discusión, presentando los esbozos de un régimen político social que podrá proponer la derecha en la Convención Constitucional y que, aunque cueste creerlo, podrá generar consensos amplios no sólo en Chile Vamos y el Partido Republicano, sino que nivel político en general. 

Existe consenso transversal –salvo en algunos sectores de la UDI y del Partido Republicano– en que los cuerpos intermedios que dan vida a la sociedad deben tener un rol político, participando de los asuntos comunes y contribuyendo al bien común de la Patria. En ese sentido, la derecha –conforme a una recta comprensión de los principios de subsidiariedad y solidaridad– puede y debe promover la contribución de las organizaciones entre la familia y el Estado al todo social y que en la Nueva Constitución Política se fomenten modos variados de participación política, entre ellos la que se ejerce desde los cuerpos intermedios. Sin embargo, no hay que ser ingenuos y debemos reconocer que la izquierda –y a veces la derecha también– busca controlar las asociaciones de la sociedad civil, alejándolas de sus fines propios y transformándolas en apéndices de los partidos políticos. Por supuesto, hay que ser precavidos y, paralelamente a promover la participación política de la sociedad civil, defender la autonomía de los cuerpos intermedios, con un Estado que estimule a las asociaciones y no las suplante.

Esta vía alternativa de participación social es aún más necesaria en un contexto de deslegitimación de los partidos políticos y de la “clase política” en general. En parte, esto se ha producido porque los políticos no han cumplido adecuadamente su función, optando por un beneficio personal, familiar o del partido por sobre el bien común general. Esto ha proliferado de forma transversal manifestaciones de corrupción de los funcionarios del Estado, de las autoridades y representantes, y de los dirigentes partidarios. Por supuesto, en los últimos años la corrupción objetiva ha descendido, sin embargo, a medida que se destapan nuevos casos de corrupción –tanto en el sector público como el privado–, aumenta consiguientemente la percepción social de corrupción y por tanto la fuerza de la condena social del fenómeno. Una idea interesante a defender en la Convención será limitar el poder los partidos políticos y de los políticos en la vida social, no sólo a través del fortalecimiento de la sociedad civil, sino que también por medio de una modernización del Estado y una mejor regulación de las atribuciones de los funcionarios públicos y de una limitación del ámbito de influencia que ejercen los partidos políticos –disminuyéndolo a nivel estatal y proscribiéndolo, en la medida de lo posible, en el ámbito social–.

El principal objetivo de la Constitución es la estructuración y limitación del poder político. Por eso, la parte central del Código Político es la parte orgánica, que define y regula las instituciones del Estado: los clásicos tres poderes –Ejecutivo, Legislativo y Judicial– y organismos autónomos como la Contraloría, el Ministerio Público, las Fuerzas Armadas y el Banco Central. La crisis político social que vive el país tiene un importante elemento de desencaje del régimen político, en el cual el presidencialismo sumado a una mayoría parlamentaria opositora termina estancando el funcionamiento del Estado. Por eso, muchos candidatos se centran en ese problema político para desarrollar propuestas que ofrezcan vías de solución. Éstas pueden pasar por el cambio del régimen político, un rebalanceo de las atribuciones del Gobierno y el Congreso y/o por una reforma del sistema electoral. 

Al contrario de lo que pueda pensarse a primera vista, somos de la opinión de que el principal problema de este desencaje no está en la Presidencia –aunque tiene parte de la responsabilidad–, sino en el Congreso, donde la mayoría opositora rara vez se pone de acuerdo y sólo lo hace para bloquear las iniciativas oficialistas, negando la sal y el agua y prefiriendo triunfos en la “pelea chica” antes que pensar en el bien de Chile. En ese sentido, creo que una propuesta interesante sería, más que incorporar lógicas parlamentaristas en el régimen presidencial, repensar completamente el funcionamiento del régimen político, para que ya no funcione con base en la competencia y el enfrentamiento, sino que en la colaboración del Congreso con el Gobierno, encargado de dirigir los destinos de la Nación. Esta propuesta sería más coherente con nuestra tradición política –basada en la primacía del poder presidencial– y ofrecería una válvula de escape a la crisis política que vive Chile. Esto, por supuesto, requiere redefinir las atribuciones de cada poder del Estado y reformar el sistema electoral, facilitando que las mayorías del Congreso y el Gobierno sean coincidentes, y/o establecer quórums lo suficientemente altos para incentivar los acuerdos políticos.

Estos tres elementos –la promoción de un gremialismo social, la limitación de los partidos políticos y el fortalecimiento del poder presidencial– fueron la base del programa de la segunda candidatura presidencial de Jorge Alessandri y de la reforma constitucional que promovería la derecha para salir de la crisis política de los años 60 y 70. Estas ideas serían recogidas por la “Comisión Ortúzar”, presidida por Enrique Ortúzar, un ex ministro de Alessandri, e integrada por Jaime Guzmán, uno de sus más fieles seguidores políticos, y serían los pilares del régimen político instituido en la Constitución de 1980 en su redacción original. Y, al contrario de lo que se podría pensar a primera vista con este recuento histórico, una democracia participativa como la que hemos descrito en esta columna, a grandes rasgos, sería un proyecto capaz de generar consensos en la derecha y también a niveles más transversales –especialmente los dos primeros elementos–. Al mismo tiempo, no haría a la derecha claudicar de sus convicciones, sino que defendería con fuerza sus principios más profundos. Y, lo más importante, no dejaría todo al arbitrio de una hoja en blanco sino que se entronca en nuestra historia político constitucional. En síntesis, sería una interesante propuesta a la discusión constitucional que se inicia el 11 de abril próximo, para redefinir nuestro ordenamiento político social del país y ofrecer una vía de salida a la crisis socioinstitucional de octubre.