Esa muerte tan temida

Joaquín García Huidobro | Sección: Sociedad

Resulta inquietante que el Colegio de Profesores aún reciba cierto apoyo, si bien minoritario, en su política de no retomar las clases. Pero todavía es más sorprendente que esa inmensa mayoría de padres y apoderados que quiere que sus hijos vayan a la escuela tenga tantas dificultades para alzar su voz. Solo así se explica, por ejemplo, que se cierre toda una escuela por un solo caso de covid, aunque no haya habido contacto estrecho y se cumplan las medidas sanitarias.

Los padres están inhibidos. Junto a temores explicables, les parece que, si expresan de manera más decidida su compromiso con una educación verdadera y no virtual, serán objeto de una fuerte crítica. Se los verá como gente capaz de mandar al matadero a un buen número de niños indeterminados con tal de conseguir que los hijos propios se eduquen.

Para entender la peculiar situación psicológica que afecta a tantos padres y otras personas en el ámbito educacional, debemos reparar en una característica de nuestra época: su incapacidad de lidiar con la realidad de la muerte. Muchos políticos, médicos y periodistas han presentado a ese virus como si fuera el único mal. De este modo, la sola posibilidad de que un niño muera a consecuencias del covid paraliza cualquier análisis del problema. No importa que la probabilidad de que suceda esa infausta circunstancia sea tres mil veces menor en los niños que en el caso de un adulto de 70 años. Aquí aparece la sombra de la muerte, y eso impide seguir hablando.

El deseo de huir a toda costa de la muerte está influido, por cierto, por el fenómeno de la secularización y el consiguiente debilitamiento de las convicciones religiosas. En efecto, las personas que tienen un sentido trascendente de la vida cuentan con una poderosa ayuda para enfrentarse con el natural y sano temor a la muerte. Esa capacidad no es patrimonio de ellas: también cabe la actitud estoica del que simplemente pone el pecho a las balas y sigue adelante; del lector de Heidegger que se plantea ante esa realidad con sus propias fuerzas, sin el apoyo de una fe religiosa. Pero ¿cuántos son capaces de algo semejante?

Recuerdo que hace unos años unos psicólogos me invitaron a dictarles una conferencia. En un momento, hablé de que, independientemente de las creencias de cada uno, la realidad de la muerte actuaba como un elemento orientador de la vida. Así, debemos vivir con la perspectiva de que alguna vez vamos a morir. Al terminar, se levantó un señor furioso. Me reprochó, con palabras ásperas, el hecho de que hubiese tenido el “mal gusto” de referirme a la muerte. No era un contador, un futbolista o un abogado, sino alguien que, por su propia profesión, debía ayudar a gente que se ve confrontada con la pérdida de un ser querido. Para él era un deber profesional hacerse cargo del problema y, sin embargo, le parecía inaceptable que yo me permitiera siquiera mencionarlo.

El temor patológico a la muerte tiene consecuencias que lindan en lo absurdo. Para huir de un peligro eventual se incurre en daños seguros, solo que resultan menos aparentes. Tal es el caso de las muertes que vendrán por la postergación de ciertas cirugías durante la pandemia, o el perjuicio psicológico y cultural (en este caso, irreversible) que sufren los niños que no reciben determinada educación a una edad temprana. Su capacidad de lectura y socialización se verá seriamente afectada. Hay niños que solo en la escuela reciben una buena alimentación. No hablemos de los abusos y maltratos, que se multiplican en esas situaciones. Es verdad que el covid nos puede llevar a la tumba, pero ni es la única enfermedad ni constituye el único mal posible.

Todo lo anterior se ha dicho mil veces en el último tiempo; con todo, parece existir una verdadera incapacidad para evaluar con serenidad el problema. En el mejor de los casos, el Colegio de Profesores admite que la ausencia de clases presenciales produce daños y expresa su deseo de retornar a ellas; sin embargo, pone unas condiciones que no son aptas para el planeta Tierra en este momento de la historia. Además, olvidan que en muchos lugares las cuarentenas no se cumplen por falta de condiciones mínimas, y el colegio es el lugar más seguro para los niños.

Otro factor que influye en toda esta discusión es el hecho de que muchos de nuestros contemporáneos están encadenados al presente. Las razones son diversas, pero en esta situación influye una concepción hedonista de la vida, donde la existencia se reduce a maximizar el placer y minimizar el dolor: hoy y ahora.

En una cultura donde todo invita a vivir el instante, no hay lugar para reconocer las cosas que realmente importan, porque ellas solo se perciben si uno es capaz de adoptar una perspectiva temporal más amplia. ¿Significa lo anterior negar la angustia y el sufrimiento de tantas personas ante el riesgo y el sufrimiento? No, simplemente implica reconocer que determinadas actuaciones presentes pueden llevar a que el futuro sea aún peor.

Quienes pretendan que los niños se acostumbren desde pequeños a pensar que es posible vivir sin riesgos les harán un daño casi indescriptible. Con la mejor de las voluntades, no solo los privarán de la educación formal, sino que los habrán engañado acerca de lo más importante: qué es eso que llamamos vida.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El Mercurio, el domingo 14 de marzo del 2021.