El mundo es un señuelo

Carlos López Díaz | Sección: Religión, Sociedad

Vivimos sin duda alguna en un mundo poscristiano, cuando no anticristiano, pero quizás los aludidos estamos hoy menos en guardia contra él que en tiempos pasados. Opino que hay tres causas de ello. 

La primera es que el mundo, actualmente, gracias sobre todo a las ubicuas pantallas y pantallitas de los televisores y los teléfonos mal llamados inteligentes, es más seductor, más avasallador que nunca. No hay rincón donde no nos persigan sus mensajes, sus sofismas, sus cantos de sirena, el espectáculo de sus infamias. 

La segunda causa es que, desde el Concilio Vaticano II, la Iglesia parece empeñada en reconciliarse con el mundo, o al menos en dejar de verlo como un enemigo. La desconfianza, incluso el desprecio hacia el mundo (contemptus mundi) tiene su fundamento en las propias Escrituras. “Cualquiera, pues, que desee ser amigo del mundo se constituye en enemigo de Dios”. (Santiago, 4, 4). Esta prevención se mantuvo viva a lo largo de los siglos. Tomás de Kempis, en La Imitación de Cristo, dice así: “No me venza, Dios mío, no me venza la carne y la sangre; no me engañe el mundo y su breve gloria; no me derribe el demonio y su astucia”. San Juan de la Cruz, místico y (no lo olvidemos) doctor de la Iglesia, lo expresó en fórmula que pasaría a los catecismos del padre Ripalda y el padre Astete, leídos en el mundo de habla hispana hasta bien entrado el siglo pasado: “Es primero de advertir que los daños que el alma recibe nacen de los enemigos ya dichos, que son mundo, demonio y carne” (Cautelas). 

Sin embargo, el catecismo actual de la Iglesia católica, obra por lo demás admirablemente erudita y razonada, redactada bajo el pontificado de San Juan Pablo II, omite la advertencia contra el trío enemigo. Es algo que yo echo de menos. Por eso me parece más necesario que nunca releer al santo de Fontiveros, en especial lo que nos dice del mundo en su Subida del monte Carmelo. Allí describe los daños “de las noticias y discursos, así como falsedades, imperfecciones, apetitos, juicios, perdimiento de tiempo, y otras muchas cosas que crían en el alma muchas impurezas”. Subrayo la palabra “noticias”, quizás una de las mayores plagas modernas, que amparándose en la vana ilusión de mantenernos informados al minuto, no hace más que intentar moldear incesantemente nuestras mentes, al servicio de los poderes terrenales. Este bombardeo abrumador de supuesta información tiene como efecto “que muchas veces ha de parecer lo verdadero falso, y lo cierto dudoso, y al contrario, pues apenas podemos de raíz conocer una verdad”. Y es sumamente difícil resistir a ello sin desfallecimiento, pues de las noticias “se ingieren mil imperfecciones e impertinencias, y algunas tan sutiles y delgadas, que, sin entenderlo el alma, se le pegan de suyo…”. 

Lo cual me lleva de manera natural a la que considero tercera causa de la desprevención contemporánea de los cristianos hacia el mundo. El discurso hegemónico contemporáneo, eso que llamamos “progresismo”, sabe muy bien sintonizar con el cristianismo inercial de nuestra cultura. Si el Evangelio nos enseña que “la verdad os hará libres” (Juan, 8, 32), el progresismo esencialmente consiste en quedarse con la libertad, pero invirtiendo su relación con la verdad: ya no se fundamenta en ella, sino al revés, la libertad se entiende como una búsqueda sin término de la verdad, lo que inevitablemente la degrada en subjetivismo, hasta el extremo de que puede haber una verdad distinta para cada uno. 

Se recela de toda verdad absoluta, universal, como de una imposición; cuando en realidad, nada es más contrario al despotismo que la existencia de principios inmutables, inalienables, inviolables. Pero el progresismo, al predicar en tono moralista contra las injusticias, parece coincidir con el cristianismo. Y esta semejanza es tanto más eficazmente engañosa cuanto que el propio cristianismo tiende excesivamente, en nuestros días, a un moralismo de parvulario, que relega la doctrina a un plano simbólico, casi decorativo. Solo importa ser “bueno”; pero sin una doctrina seria acerca de qué es el bien, y sobre el origen del mal, esta pretensión degenera en un sentimentalismo que lo pringa todo, y que con tanta frecuencia no encubre más que vulgar egoísmo. Lo comprobamos en cómo se enaltece el mero hacer lo que uno “siente” en todo momento, o en el tópico encomiástico, habitual en obituarios, de “hizo siempre lo que le dio la gana”, como si en ello hubiera algún raro mérito. 

El mundo sabe halagar nuestros oídos de modo que, insensiblemente, nos vamos apartando de la verdad, creyendo que en realidad nos acercamos a ella. Nos recuerda al propio demonio, cuya especialidad, de nuevo según San Juan de la Cruz, es engañarnos “debajo de especie de bien”. No debemos caer en la trampa. Pero será difícil si no aprendemos a reducir la ingesta de noticias y novedades, cuyo volumen diario es mucho mayor del que cualquiera puede digerir críticamente.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por el autor en su blog Cero en progresismo, el domingo 14 de marzo del 2021.