Tesis para una nueva década

Carlos López D. | Sección: Política, Sociedad

Permítanme enunciarlo formulariamente: El trumpismo no ha muerto, aunque sería deseable que dejara de llamarse trumpismo. Para explicar esta tesis, debemos responder lógicamente, en primer lugar, a una sencilla pregunta: ¿Qué es el trumpismo? 

La definición oficiosa, la que nos han vendido durante cuatro años los medios de comunicación y las Big Tech, nos viene a decir que se trata de la enésima variante de una cosa llamada imprecisamente populismo, con ciertas peculiaridades accidentales achacables al personaje de Donald Trump, descrito como un grosero maleducado en el mejor de los casos, y como un fascista (autoritario, racista, conspiranoico, etc.) en el peor. 

Naturalmente, partiendo de esta definición, resulta imposible entender que el presidente saliente de los EEUU, pese a perder las elecciones, haya obtenido 11,2 millones de votos más que en 2016. Esto propicia un género periodístico en sí mismo, al que pertenecen todos esos artículos que tratan de explicarse la popularidad del gobernante, y cuya conclusión suele ser perfectamente previsible: sus votantes son unos pobres incultos e idiotas, frustrados porque han perdido sus empleos debido a la deslocalización industrial. 

La diferencia entre unos artículos y otros se reduce básicamente al grado de empatía hacia este tipo sociológico, que oscila desde el desprecio y el odio más indisimulados hacia millones de personas que no piensan como los autores, hasta una suerte de compasión condescendiente. 

Pero de nuevo, el incremento de votantes debido a un supuesto cabreo por razones económicas resulta incongruente con los datos de prácticamente pleno empleo y crecimiento (descontando los efectos de la pandemia made in China) conseguidos gracias a las políticas desreguladoras y de rebajas fiscales aplicadas por el todavía inquilino de la Casa Blanca, hasta el 20 de enero. 

Sin duda Trump ha recibido muchos votos nuevos de gente cuya situación personal ha mejorado bajo su mandato, pero a mí esta explicación me parece insuficiente para dar cuenta del fenómeno del trumpismo. Este no surge principalmente de una frustración económica, sino de un malestar mucho más amplio, de carácter cultural. Digámoslo ya: El trumpismo es una revuelta, al principio tal vez sorda e instintiva, pero cada vez más consciente de sí misma, contra las élites progresistas, que dominan en las administraciones de los países desarrollados y las organizaciones supranacionales, en los medios de comunicación, las grandes corporaciones tecnológicas y el sistema educativo. 

Es una revuelta del hombre común contra quienes tratan de imponernos a todos cómo debemos pensar y cómo debemos vivir, aplicando un terrorismo intelectual masivo, que criminaliza incesantemente, desde sus ubicuas pantallas, a aquellos que se resisten a plegarse al pensamiento dominante. Estoy hablando, por supuesto, del moralismo interseccionalista (género, raza), globalista y ecologista. 

En resumen, la cosa consiste en enseñarnos, como en la fábula de Orwell Animal Farm, que todos somos iguales, pero unos más iguales que otros. En la cúspide de la nueva jerarquía social estarían los transexuales no blancos, y en la base, la casta inferior compuesta por los varones blancos heterosexuales, que debemos aprender a pedir perdón por existir. El segundo elemento también establece una suerte de clases superior e inferior: la de los nómadas (desde inmigrantes de nula cualificación hasta miembros de la élite apátrida) y la de los desgraciados que están vinculados de más de un modo (sentimental, familiar, laboral) al lugar donde viven, y desean preservar la cultura y las costumbres de sus antepasados europeos. No menos importante es el tercer elemento, que remacha los dos anteriores tratando de abolir tanto sectores económicos enteros como comportamientos individuales que hipotéticamente atentan contra el planeta, erigido en una especie de nueva divinidad. Naturalmente, sólo por decir esto, soy calificado automáticamente como un homófobo, racista y negacionista del cambio climático. Un nazi, en definitiva. 

La ideología de estas élites actúa como si la Segunda Guerra Mundial no hubiera terminado en 1945, y la lucha contra un fascismo multiforme y omnipresente debiera proseguir sin pausa. Esto implica que las diferencias entre la democracia liberal y el comunismo (aliados contra natura en aquella contienda) no serían decisivas, lo cual inevitablemente lleva a un retorcimiento del verdadero sentido de la palabra democracia. Esta pasa a ser un republicanismo izquierdista, un régimen con un pensamiento oficial (“progresismo”) del que es lícito excluir a los discrepantes, sin importar su número. En estas condiciones, la existencia del trumpismo como rebelión contra esta democracia espuria no se explica por la aparición de un personaje histriónico, sino que obedece a la más profunda necesidad histórica, adopte las formas que adopte. 

Aquí es necesaria una aclaración: el asalto al Capitolio en Washington no debe llevarnos a error. Podría perfectamente haber sido provocado por elementos ultraizquierdistas infiltrados, que actúan, secundados por la tropa siempre disponible de los tontos útiles, como ejecutores de las decisiones de la élite progresista. Sea como fuere, lo que es claro es que tuvo el efecto de abortar la investigación parlamentaria de las elecciones, tal como proponía el senador Ted Cruz. Cui prodest, respóndanse ustedes mismos. Y haya habido o no fraude electoral en los Estados decisivos (excuso recordar que en el sistema de elección presidencial no basta con ganar en votos totales), lo que también es innegable es que los medios de comunicación, a despecho de su pretendida vocación informadora, se han negado a priori a divulgar los argumentos y las supuestas pruebas aportadas por los abogados de Trump. Es decir, si hubiera habido fraude, habrían tratado de ocultarlo de todos modos. Lo cual solo viene a confirmarnos que es vital recuperar la auténtica democracia, que se originó en la Atenas clásica, pero que cobró su forma contemporánea bajo el influjo de una creencia fundamentalmente judeocristiana: que el voto, entre otros derechos, de todo ser humano, sea cual sea su sexo, raza, cuna o creencias, vale exactamente igual. 

Ningún gobierno, ni ninguna arrogante expertocracia tienen derecho a imponer al pueblo lo que ellos crean que es mejor para el pueblo, sin contar con el pueblo. Pueden llamar populismo a esta idea, pero si lo hacen para meter en un mismo saco a Trump, Maduro, Iglesias o Puigdemont, seguirán preguntándose por qué más de 74 millones de americanos han votado al primero, y seguirán sin entender absolutamente nada de lo que sucede en el mundo.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por el autor en su blog  Ceroenprogresismo, el domingo 10 de enero del 2021.