Silencio letal

Francisca Echeverría | Sección: Política

Tras el asalto al Capitolio la semana pasada por partidarios de Donald Trump, el presidente de Estados Unidos ha sido acusado de incitación a la violencia y los gigantes tecnológicos han decidido eliminarlo de sus redes sociales. Las cuentas de Trump en Twitter, Facebook y otras plataformas han sido suspendidas permanentemente y la aplicación de Parler, una red social alternativa, dejó de estar disponible en las tiendas de Apple, Google y los servidores de Amazon. Por más preocupantes que puedan resultar los recientes acontecimientos políticos en la democracia más antigua del mundo, y por mucho que nos disguste la figura de Trump, uno no puede sino preguntarse por el creciente poder político que han adquirido estas corporaciones tecnológicas, en cuyas manos está la posibilidad de censurar incluso al Presidente de Estados Unidos.

Esto no se trata solo de la relación entre dinero y política, que siempre ha existido y que hay que intentar limitar, sino de algo que toca más directamente el núcleo de la deliberación: ¿quién posee la potestad de fijar los límites del debate? ¿No es peligroso entregar ese poder a empresas globales con fines de lucro?

Para muchos, esta censura es justa. ¿Acaso no es lícito que empresas privadas sancionen a quienes incumplen las reglas que rigen la interacción en sus plataformas? Lo anterior suena, en principio, convincente, pero la verdad es que este caso no se trata solo de un contrato entre privados, sino que involucra un evidente problema público. Por lo demás, las redes sociales no se presentan a sí mismas como medios de comunicación tradicionales que seleccionan contenidos, sino como plataformas libres en las que se comparte información de la que las empresas no se hacen responsables. Por supuesto que la libertad de expresión tiene límites, y para eso existen herramientas políticas y legales ‒como el mismo impeachment a Trump que se evalúa estos días‒ distintas a cerrar simultáneamente todos los canales de comunicación a ciertas personas. En otras palabras, resulta por lo menos llamativo que quienes se presentan como los garantes de la libertad de expresión sean luego quienes arbitran qué puede decirse y qué no en una sociedad democrática.

Quizás el desagrado que nos produce Trump nos impide verlo, pero aquí hay más en juego que acallar a un personaje peligroso o excéntrico. Quien tiene la capacidad de controlar quién puede hablar y qué puede decirse en el mundo digital ‒que se ha convertido en la principal instancia de debate público, en nuestra plaza‒ posee un poder que difícilmente se concilia con el pluralismo que teóricamente caracteriza a las sociedades occidentales. Hoy es Trump, pero podría ser cualquier otro. Es posible que el fenómeno de la corrección política y el creciente costo de disentir del pensamiento dominante nos hayan insensibilizado frente a la censura, que paradójicamente ha pasado a ser un ingrediente de nuestra discusión pública. Ahora bien, el control del discurso público es un elemento característico de los regímenes que se encuentran en las antípodas de la democracia. Como hace notar Raymond Aron, el elemento más grave del totalitarismo soviético no fue la ineficiencia de la economía dirigida, sino la falta de libertad de pensamiento en un régimen en el que disentir del discurso oficial constituía un delito y acarreaba penas graves. Ese silencio forzado, que fue quizás la mayor opresión del totalitarismo, no es algo que hayamos dejado completamente atrás. Evidentemente se manifiesta aquí de modo distinto, pero no debiéramos ser ciegos frente a este tipo de peligros.

Si el silencio es libre, tiene la capacidad de ensanchar la vida y las relaciones. Cuando es fruto de la fuerza o el miedo, su efecto puede ser fatal.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El Líbero, el domingo 17 de enero del 2021.