Pornocapitalismo y mediación política

Pablo Ortúzar | Sección: Política, Sociedad

Quienes alcanzamos a vivir sin internet ni celulares recordamos un mundo donde la esfera privada era mucho más extensa y, al mismo tiempo, se dependía más de otros para acceder a ciertos bienes. Era común, por ejemplo, reunirse en la casa de algún amigo al que le había llegado un disco o una película que no estaban disponibles en el mercado local.

Ser político en ese mundo implicaba renunciar a importantes parcelas de privacidad. Exigía exponerse al resto. No era una cosa ilimitada, claro. Todos recordamos las entrevistas noventeras con preguntas estilo Plan Z como “se dice que a usted le gusta el tenis”. Pero ese pudor era reflejo del pudor general. Es cosa de ver la ingenuidad de la farándula de la época para notarlo. El político, eso sí, pasaba mucho rato en la esfera pública, a la vista de todos. De ahí que se considerara un trabajo difícil, sacrificado.

La aceleración capitalista de los años posteriores ha ido erosionando de manera radical esa esfera privada. Llegamos a una situación en que todo puede (y debe) ser “monetizado” (según la expresión norteamericana). Almuerzos, bautizos, matrimonios, divorcios, tejidos. Todo. El conjunto de la vida debe ser expuesto y transado por likes. Vivimos la realidad a través de un filtro comercial. Un lindo atardecer en Santiago se convierte, de forma instantánea, en una serie interminable de fotos casi iguales en Instagram. La experiencia individual, la soledad, la distancia, desaparecen. También el carácter: si uno valora su vida según el atractivo que genera en otros, rápidamente comenzará a modificar la propia conducta para agradar. Se miden y pesan palabras y expresiones. Hay que llamar la atención, pero caer bien. Al menos a algún nicho en el mercado de la existencia.

Esto es el pornocapitalismo: la eliminación de toda distancia y privacidad en función de la mercantilización de la propia imagen. El fin del erotismo, como ha dicho Han. La erosión de lo privado a cambio de likes. Y, en ese mundo, donde todos chapotean en la esfera pública todo el día, el sacrificio de la mediación política no parece sacrificio. Al revés, parece un privilegio injusto. Un exceso de pantalla y de ganancia para quienes no son diferentes al resto. Hoy todos somos políticos pobres: cuidamos nuestras expresiones, invitamos a los demás, trabajamos nuestra imagen. Vamos por el mundo como gente de revista. Y no recibimos mucho a cambio.

La saturación de la esfera pública lo mezcla y devalúa todo. Si el objetivo rector es la fama, entonces no hay diferencias reales entre políticos, faranduleros, artistas e influencers. Se entiende que todos andan tras lo mismo. Y el producto resultante es la mezcla de todas esas esferas. ¿Desde qué otro ángulo podemos entender la ensalada televisiva y tuitera que se tomó las candidaturas constituyentes?

La crisis de la mediación política es, así, al menos en parte, una crisis de lo público y lo privado. Hoy, más allá de la corrupción y el abuso, nos cuesta concebir el rol mismo del político. Lo procesamos desde el punto de vista de la ansiedad por la fama que inunda nuestra propia existencia. Y el sistema político nos confirma esa hipótesis ofreciéndonos lo que queremos.

Para recuperar una esfera política que tenga sentido, que aúne voluntades y que sea capaz de ejercer el poder con autoridad, parece necesario, primero, recuperar la privacidad, la mera presencia y sus goces. Y, segundo, reconstruir la política no desde la angustia por la fama, sino desde la vocación de servicio público y las distintas visiones sustantivas sobre el bien común. ¿Por dónde comenzar? Quizás dejando los celulares en la puerta de la casa y sacando los televisores de las piezas.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por La Tercera, el miércoles 20 de enero de 2021.