Cuando la vida humana ya no vale

Juan Pablo Zúñiga H. | Sección: Política, Sociedad, Vida

Estas últimas semanas han sido de profundo pesar producto de los dos golpes certeros que el progresismo nacional e internacional le han propinado al ser humano declarando públicamente la desacralización de la vida humana. Me refiero a la propuesta de la ley de eutanasia en Chile y la ley del aborto en Argentina.

Señalaba hace algunas semanas sobre el impresentable apoyo que 11 parlamentarios oficialistas le dieron al proyecto de ley de eutanasia, terminología griega que, al igual que el término “interrupción del embarazo”, no pasa de ser un eufemismo para referirse a un asesinato. No confundamos aquí la cuestión de que en el caso de la eutanasia no es una vida inocente la que está en juego, como lo es en el aborto, sino que es parte de un proceso de toma de decisión consciente y aparentemente unilateral, de quien desea acogerse a una muerte asistida. Esta ley implicaría, junto con otras problemáticas analizadas por  Álvaro Pezoa, el establecimiento de un marco legal para atentar contra la vida, dándole al hombre el atributo de controlar la naturaleza humana y auto abogarse el papel que le cabe exclusivamente a Dios como quien “quita la vida y la da” y como quien “nos hace bajar al sepulcro y de él nos hace subir” (1 Samuel 2:6).

Era 28 de diciembre de 1994 cuando en la Catedral Castrense se instaló una placa de mármol cuyo título señala “A la Memoria de los Niños Asesinados antes de Nacer”. Siendo un pre adolescente en la época y frecuentador de dicha iglesia, no supe comprender, sino muchos años después, el profundo contenido que dicha placa nos muestra. Si usted vive en Santiago, lo invito a 5 minutos de reflexión frente a dicho homenaje, imagen de la cual también puede ser encontrada en internet. Durante 5 minutos, haga el ejercicio mental y espiritual de ponerse en el lugar de la vida inocente. Cito textualmente algunos de los pasajes que en el memorial se señalan: “Nos mataron porque dijeron que estábamos de más”, “Nadie nos pudo defender”, “Nos despedazaron, nos ahogaron, nos envenenaron con la frialdad de un verdugo; por nuestra muerte se pagó dinero, precio de sangre como el que recibió Judas”. Imagine ahora al niño inocente de 14 semanas, que para las algarabías feministas y progresistas que celebraban en Argentina y que festinaron llenos de vitoria en otras sociedades, incluyendo la nuestra, no significa nada.

Pero la sangre inocente no queda impune. De acuerdo con el libro de Proverbios, “Dios aborrece las manos que derraman sangre inocente” (Proverbios 6: 16-17). No importa cuántos argumentos filosóficos, teóricos y políticos sean dados, la cuestión fundamental es que la interrupción de un embarazo es ponerle fin, arbitraria y deliberadamente, a una vida humana inocente. De esta manera, la consigna “voluntario, legal y gratuito” merece sospecha. La voluntariedad en este caso involucra arbitrariedad, ya que el niño no tuvo opción de dar su opinión, la legalidad implica el papel activo del estado en un asesinato y la gratuidad supone el uso de recursos públicos para cometer un atentado contra la vida humana, recursos que provienen de los impuestos de todos los ciudadanos, transformándolos así en cómplices pasivos.

El tema central aquí no es el cuándo comienza la vida, en el caso de la gestación, ni hasta dónde debe entenderse la libertad personal, al punto de decidir poner fin a la propia vida, sino que el papel que esta entelequia llamada “Estado” debe cumplir haciéndose parte activa de este proceso de degradación y desacralización de la vida humana que es para donde este tipo de leyes nos lleva. No confundamos este tipo de legislaciones como parte del modernismo o como parte de las libertades. Cuando la libertad se confunde con libertinaje, cuando lo mundano sobrepasa a lo divino y cuando la vida humana pierde su valor sagrado, el camino ruinoso de una sociedad está trazado.