Suicidio, eutanasia y totalitarismo

Carlos López D. | Sección: Política, Sociedad, Vida

La ley de la eutanasia aprobada por el Congreso, con la única oposición del Partido Popular y de Vox, convertirá en doctrina de Estado la idea de que algunas vidas no valen la pena ser vividas. No se dejen conmover por los discursos sobre los terribles sufrimientos físicos de los enfermos terminales: son meras cuñas emocionales para abrir nuestras mentes a no seguir avanzando en los cuidados médicos paliativos, y que optemos por una solución mucho menos costosa para la sociedad: liquidar al sufriente. Por compasión, eso sí. Que algunos defiendan este bárbaro utilitarismo colectivista como una conquista de la libertad individual tendría su lado cómico, si no fuera el asunto tan siniestro. La desacralización de la vida humana se origina en una noción del hombre, forjada en el siglo XVIII, que rompe con el cristianismo, tal como puede verse en un ensayo de David Hume titulado “Sobre el Suicidio”. Por supuesto, a menudo queda oscurecida la diferencia entre un supuesto derecho a terminar con mi propia vida y un (más dudoso aún) derecho a exigir que otros me maten o me ayuden a hacerlo. Pero el escrito de Hume muestra implícitamente con qué facilidad se pasa de una defensa de la moralidad del suicidio, inspirada en autores paganos, a la eutanasia promovida por el Estado. El filósofo escocés argumentaba que el suicidio no transgrede las leyes de Dios, porque éstas, que rigen el universo entero, son de carácter general e inmutable, y por tanto, cuando alguien se mata, no hace realmente nada que no estuviera predeterminado. “En un cierto sentido, puede decirse que todo lo que ocurre es acción del Todopoderoso.” Es fácil ver lo que en realidad encierra este herético concepto de Dios: un apenas disimulado panteísmo (por no decir un materialismo maquillado) donde el concepto de voluntad (humana o divina) no tiene cabida, porque todo ocurre con arreglo a “leyes generales e inmutables”. En consecuencia el hombre no puede ser considerado como un privilegiado ser de origen trascendente. Contra quienes sostienen que la vida humana es de tanta importancia que no podemos disponer de ella, Hume sentencia con brutal franqueza que “la vida de un hombre no tiene para el universo más importancia que la de una ostra”. Quizás advirtiendo que con estas premisas deterministas se disuelven los principios morales, basados en el libre albedrío, resuelve la dificultad apelando a los sentimientos de arrepentimiento, censura y desaprobación implantados en la naturaleza humana. Esto le lleva a desarrollar la idea de que el suicidio no sólo no afrenta a Dios (el Universo), sino que tampoco transgrede nuestros deberes hacia los demás. Supongamos -razona- que “a causa de la edad o de las enfermedades” ya no soy útil para la sociedad; “supongamos que me convierto en una carga para ella; supongamos que el hecho de permanecer vivo está impidiendo a otra persona ser mucho más útil a la sociedad. En casos así, mi renuncia a la vida no sólo sería un acto inocente, sino también laudable.” Se reconoce aquí plenamente el carácter totalitario de las leyes de eutanasia promulgadas desde el nazismo hasta hoy. El hecho de que sea uno mismo quien se considere una carga, y por tanto consienta ser ejecutado, creyendo así tomar la mejor decisión para sí mismo, sus familiares y la sociedad en general, sólo añade un mayor grado de perverso refinamiento a la anticristiana doctrina de las vidas útiles e inútiles. O como expresa el lenguaje eufemístico de la actual corrección política: las vidas dignas de ser vividas y su inevitable reverso, las vidas que no valen la pena. El secreto anhelo del totalitarismo siempre ha consistido en que sus propias víctimas asumieran su condición despreciable.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por el autor en su blog Cero en Progresismo, el sábado 12 de diciembre de 2020.