La tragedia de Orpis

Joaquín García-Huidobro | Sección: Política

Jaime Orpis lo había dicho a quien quisiera oírlo: él no se iba a repostular en las elecciones senatoriales de 2013. No se trataba solo de que había sido parlamentario ya desde 1990 y que había llegado el momento de abrirles paso a otras generaciones. Existía también una razón más poderosa: la gran pasión de su vida era la Corporación Esperanza, una institución destinada a rehabilitar a personas que habían caído en las garras de la droga. Más que política, su vocación era social. Él estaba seguro de que esa gente merecía una oportunidad y pensaba que era el momento de dedicar los mejores años de su vida a ayudar a otros a vivir dignamente.

Sin embargo, para la derecha no era fácil aceptar la pérdida de una figura así en el Congreso, donde gozaba de gran prestigio. La Primera Región no era fácil y Orpis constituía una carta segura. Entonces vinieron las presiones: “Hazlo por última vez”; “no pongas en peligro un escaño tan importante para el partido”; “no puedes defraudar a los electores”; “vienen debates donde se juegan los principios más sagrados, como el respeto a la vida no nacida”. Finalmente, lo convencieron y Orpis aceptó presentarse una vez más.

Ahora bien, las campañas electorales necesitan plata, muchísima plata. Y Orpis no la tenía. ¿Qué hacer? Ir a donde estaba el dinero, en este caso a las pesqueras. Por entonces no se había dictado todavía la ley de financiamiento electoral (2016) y los criterios de parlamentarios y empresarios eran muy distintos de los actuales. Mientras uno no se metiera la plata al bolsillo, todo parecía permitido, aunque significara violar la ley vigente. Ese parecía ser el código no escrito que aplicaba un buen número de hombres públicos.

¿Estoy justificando el actuar del exsenador? No, simplemente señalo unos hechos que nadie medianamente informado puede discutir.

¿Hizo mal? Él es el primero en reconocerlo.

Los extranjeros se ríen de nosotros, porque en otros países los financiamientos ilegales se hacen de noche, en el estacionamiento de un edificio, sin testigos, y con plata en efectivo que se entrega en una maleta, todo con guantes, para que no quede ninguna huella. Pero los chilenos somos legalistas y Jaime Orpis no constituía una excepción. ¿Qué fórmula eligió? Recurrir a la emisión de boletas de honorarios que no correspondían a la realidad y otras cosas por el estilo.

Años atrás, en un momento de confianza, un fiscal me dijo: “En estas materias, la diferencia entre los políticos de izquierda y los de derecha era muy sencilla: los de izquierda sabían hacer las cosas, y por eso resultaba muy difícil pillarlos; en cambio, los de derecha son unos niños”.

La intervención de Orpis el martes pasado ante el tribunal nos mostró el carácter trágico de esta triste historia. Sus palabras doloridas no se referían a la circunstancia de haber terminado así su larga carrera política, ni probablemente obedecían a los dedos acusadores que se han dirigido en contra suya durante todos estos años. Su profunda frustración apuntaba al hecho de tener que abandonar definitivamente el sueño de su vida: la Corporación Esperanza, “porque las instituciones de beneficencia viven de la confianza, y yo no soy, después de este proceso, un hombre digno de confianza”. Un lector magallánico me decía, a propósito de esa frase: “Debe ser de las más francas y valientes que se han escuchado en tribunales”.

Las consecuencias del caso Orpis no solo afectan a la Corporación, a él mismo o a su familia. Historias como esta son peligrosas para el país, porque llevan a pensar que no conviene dedicarse a la política. Fomentan la ilusión de que basta con escribir o leer columnas de actualidad para que el país marche como corresponde; que no resulta necesario que exista un grupo de personas que estén dispuestas a dormir poco, trabajar mucho, tener que debatir con algunos individuos bastante indeseables y aguantar los insultos que les dirigen en la calle o en los medios. Y no es así. La República no se sostiene solo con observadores.

Hoy estamos en graves problemas, entre otras razones, porque no tenemos todos los políticos que Chile requiere en estos momentos. Pero contamos con algunos, y hay que conseguir que su número aumente. No necesitamos “rostros”, sino buenos parlamentarios y constituyentes. Si Orpis hizo mal, no hay que salir arrancando, sino que habrá que intentarlo de nuevo.

Las palabras que Orpis dirigió a sus hijos no deberían disuadir a nadie de dedicarse a la política: “¡Su padre se equivocó! ¡Su padre reconoció! ¡Su padre lo lamenta!”. Probablemente, son muy parecidas a las que ese hombre que durante su vida ayudó a rehabilitar a tanta gente habrá escuchado muchas veces de las personas que habían caído en el mundo de la droga, pero estaban dispuestas a salir adelante.

Y si resulta posible que una persona se libere de la esclavitud de la droga, también cabe que nuestros políticos abandonen la frivolidad; que no se dejen amedrentar por las redes sociales; que piensen en el bien de Chile; que no sigan jugando a saltarse la legalidad. Que hagan bien las cosas.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El Mercurio, el domingo 06 de diciembre del 2020.