La crisis antropológica del gremialismo

José Tomás Hargous | Sección: Política

Una de las pocas buenas noticias que recibimos en un mes que terminó particularmente triste fue el triunfo de la hasta ese momento “disidencia” en las elecciones internas de la Unión Demócrata Independiente (UDI). Es una buena noticia porque ese gran grupo humano que llevaba años trabajando por dirigir al partido fundado por Jaime Guzmán de una manera distinta, más fiel a los orígenes pero preparada para enfrentar los desafíos actuales, por fin ganaba las internas, y por un amplio margen. Sin embargo, lo que a simple vista es una gran noticia, da cuenta de la crisis en que se encuentra el partido, y con él, el gremialismo como un todo. Hace unos meses escribí una columna matizando la crisis del gremialismo y dando cuenta de la “vigencia” de las ideas gremialistas, particularmente en el plano universitario, el pilar fundacional del “proyecto guzmaniano”. Sin embargo, la reciente derrota del gremialismo en la Universidad Católica (UC) y el triunfo de la lista encabezada por Javier Macaya en la UDI, denotan una crisis más profunda que el mero hecho de no ganar elecciones. Pienso que el gran desafío que enfrenta el Gremialismo en nuestros días es repensarse para dar con éxito la “batalla cultural” o, dicho de una manera más exacta, antropológica.

A diferencia de los conflictos que se daban en el Chile estatista (1930-1973) y de Guerra Fría (1947-1991), que pasaban por diferencias ideológicas más generales, respecto del rol del Estado y las asociaciones intermedias, de la valoración de la dignidad humana y su libertad –todos ellos temas en los cuales es posible encontrar convergencias entre conservadores y liberales–, la gran lucha de nuestro tiempo se refiere de manera mucho más profunda a la visión de hombre –lo que no quiere decir que los principios antes descritos no sigan en disputa en nuestros días–. Temas como el aborto, la ideología de género, el “matrimonio” homosexual y, más recientemente, la eutanasia, se basan en la subversión del orden establecido, que no es otro que el orden social cristiano occidental, el cual el progresismo está decidido a derribar. La vida humana, su valor intrínseco desde la concepción hasta la muerte natural, la diferenciación y complementación entre hombres y mujeres, la familia natural, son los grandes principios que pareciera debemos defender en la actualidad quienes compartimos una visión cristiana del mundo, el hombre y la sociedad.

Ante estos problemas los dirigentes gremialistas de esta “última hora”, salvo honrosas excepciones, parecen no preocuparse. De hecho, en la UC, parte importante de la directiva de la lista 1A simpatizaba con las luchas de grupos LGBTI –basta leer el programa de su postulante a la Consejería Superior al respecto–. Y en la UDI, aunque no se hagan parte de los proyectos del liberalismo progresista –con excepciones como el ex diputado y hoy ministro Jaime Bellolio–, no dudan en apoyar al “no-candidato-presidencial” Joaquín Lavín, quien es particularmente indiferente ante la discusión antropológica, y permitir el crecimiento de Evelyn Matthei, quien hoy ya suscribe parte del programa progresista. Aunque puedan ser buenos administradores –y en el caso de Matthei, tener valentía para defender lo que cree justo–, es necesario recordar que la Presidencia de la República es la encargada de dirigir los destinos de la Patria hacia el bien común y –lo que no es menos importante– un Presidente UDI debe no sólo respetar sino promover los principios de su partido. Y en ninguno de los nombres que la UDI ha levantado en los últimos años cumple dicho requisito sine qua non. En ese sentido, pareciera que la gran diferencia entre los “coroneles” y la ahora “ex disidencia” es simplemente política en el sentido de balances de poder.

Como decía, el problema es bastante profundo. Requirió una renovación del pensamiento gremialista, que debió darse cuando estas luchas se encontraban recién en fase embrionaria –justamente la última edición del Folleto Naranja es de esa época, donde se hizo la importante contribución de incorporar el principio de solidaridad–. Por supuesto, la lucha por la despolitización de las sociedades intermedias está más vigente que nunca –si el lector quiere ver los extremos a los que se puede llegar, aunque no se lo recomiendo, puede ir a un pleno de la Confech–. Sin embargo, si nos preocupamos sólo de la despolitización y no del contenido que dicha politización ha adquirido en el último tiempo, la mitad del trabajo no está hecho y todo el esfuerzo puede ser infructuoso. Y pareciera que sólo en el Partido Republicano –fundado por gremialistas desencantados de la UDI– y los sectores socialcristianos de RN –que derivan de quienes desilusionados del gremialismo universitario fundaron el movimiento Solidaridad–, entre otros grupos, se han dado cuenta del problema. Si bien estamos con bastante retraso, para enmendar la “cojera” en que se encuentra el “proyecto guzmaniano” (su incapacidad de dar la batalla antropológica que hoy enfrentamos), el Gremialismo puede y debe renovarse –si no quiere desaparecer o pasar a la irrelevancia–, pero volviendo a los orígenes, a los principios fundacionales –sin los cuales sería sólo una propuesta liberal más–: una comunidad de ideas que bajo un substrato cristiano que informe la lucha por la despolitización de las sociedades intermedias, defienda su autonomía y promueva la aplicación del principio de subsidiariedad como base de un orden social libre y justo. Es un buen propósito para el año 2021.