Cuando nada funciona

Max Silva A. | Sección: Política

Pese a tratarse de un hecho que pareciera ser más o menos lejano, el actual y monumental debate en torno a las elecciones de Estados Unidos, podría ser un muy buen termómetro para calibrar la salud de los sistemas políticos en Occidente, incluido el nuestro. De ahí la atención que le hemos prestado y la conveniencia de reflexionar sobre el mismo.

Veamos. Hasta el momento, resulta verdaderamente asombroso el cúmulo de pruebas que se han juntado, que estarían demostrando el mayor fraude electoral de la historia de ese país: miles de testimonios, audiencias en diferentes estados e incluso ante el congreso federal, múltiples videos, y varios informes técnicos, que detallan un mal funcionamiento de las máquinas de votación e incluso acusan la intervención de potencias extranjeras en este proceso, amenazando de este modo la seguridad nacional de ese país.

Al mismo tiempo –y al menos resulta novelesco–, casi como previendo esta situación, se ha descubierto que el 12 de septiembre de 2018, Trump dictó una Orden Ejecutiva (en nuestro caso, una especie de Decreto Supremo, norma que emana del presidente), a fin de investigar posibles irregularidades e injerencias extranjeras en las elecciones que acaban de realizarse, lo que le permitiría tomar una serie de medidas excepcionales para contrarrestar esta situación, llegado el caso. Con todo, el informe final ordenado para esta investigación, debiera haberse presentado este viernes 18, si bien los encargados de hacerlo han solicitado más plazo, al parecer, por la enorme cantidad de antecedentes que están procesando.

Y como si fuera poco, se han ido destapando numerosos y sorprendentes casos de corrupción en los tres poderes del Estado, y todo indica que este proceso continuará.

Sin embargo, pese a (o tal vez por) todo ello, casi todas las demandas que se han presentado alegando estas irregularidades, tanto a nivel estatal como ante la Corte Suprema, han sido rechazadas, curiosamente, por motivos técnicos o formales, razón por la cual no se han pronunciado sobre el fondo del asunto. De ahí que casi no ha habido oportunidad de exponer estas pruebas en un juicio, si bien aún quedan varias demandas por presentar. Ello hace presagiar que hasta la fecha límite del 20 de enero próximo, esta pelea continuará.

De esta manera, estamos ante una situación muchísimo más delicada que la disputa entre Bush y Gore de hace 20 años; con la agravante que en el presente caso, parece que nadie quiere tomar esta “papa caliente”. Y esto es precisamente lo que motiva estas líneas: porque ante la más que fundada sospecha de una situación tan grave, que remece las bases mismas del sistema democrático de ese país, ¿cómo es posible que ello no se debata de manera abierta, pública y profunda, como exige una verdadera democracia que se respete a sí misma? ¿A tanto ha llegado la corrupción, la cobardía o el partidismo, que no se está dispuesto a abordar el tema? ¿Es que nada funciona en ese país? Incluso más: si esto pasa en un estado supuestamente serio, ¿qué queda para el resto de los países, incluido el nuestro?

Todo lo cual demuestra por enésima vez, que no basta solo con que existan buenas leyes, a las que en teoría todos se encuentren sujetos (el llamado “Estado de Derecho”). ¿Por qué? Porque estas leyes deben aplicarlas personas de carne y hueso. De ahí que más que buenas leyes, se requiera de la honestidad de los sujetos llamados a aplicarlas. Sin esto último, lo demás es solo pirotecnia.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por diario El Sur de Concepción. El autor es Doctor en Derecho y profesor de filosofía del derecho en la Universidad San Sebastián.