Adultos mayores: entre pandemia y eutanasia

Hernán Corral T. | Sección: Vida

Nuestros adultos mayores han sido los más afectados por la pandemia. Muchos enfermaron y murieron; la mayoría ha sufrido aislamiento, soledad y prohibición de salir de sus hogares. Ahora se les anuncia una Navidad en la que no podrán juntarse con sus hijos, nietos y bisnietos. Extraña así el regocijo con que muchos diputados aprobaron en primer trámite constitucional una ley que les da “derecho” a que un médico les proporcione sustancias que les causarán la muerte.

Entre las deficiencias técnicas del proyecto la más grave es la imprecisión de sus términos: habla de problema de salud grave e irremediable, enfermedad terminal, dolencia incurable, disminución avanzada e irreversible de capacidades, sufrimientos intolerables que no pueden ser aliviados en condiciones que “considere” (¿quién?) aceptables, pudiendo estos ser solo de “naturaleza psíquica”. Se exige un certificado de un psiquiatra o “médico especializado en medicina familiar” (¿?) de que el solicitante se encuentra “en pleno uso de sus facultades mentales” y que su voluntad se manifieste de manera “razonada”, “reiterada” y “libre de presión externa”, sin que se aclare en qué consisten estas exigencias. La ambigüedad terminológica —así ha ocurrido en Holanda, Bélgica y otros países que han legalizado las prácticas eutanásicas— se presta para todo tipo de abusos y que se termine aplicando la eutanasia a ancianos que no la solicitaron.

Se justifica esta ley porque el Estado no tendría derecho a limitar la autonomía de la persona para decidir sobre su vida. Pero si es así, ¿por qué se condiciona esa decisión a la comprobación de requisitos y exigencias como las referidas? ¿Por qué una persona sana y que no sufre dolor no podría pedir que se le dé muerte si piensa que su vida carece de sentido? Además, en la práctica, la decisión del enfermo queda supeditada a lo que dos médicos dictaminen: serán ellos los que decidirán, no el paciente. Más aún: si este está “privado de sus facultades mentales” —vaya a saber uno qué significa esto—, se le dará muerte si expresó ese deseo en un documento de “voluntad anticipada”, cualquiera sea su fecha y aunque en ese momento se niegue o la familia se oponga.

Sostener que alguien que padece una enfermedad incurable y dolorosa está en condiciones de deliberar sobre algo tan serio como poner término a su vida es de un irrealismo sorprendente. Los adultos mayores son segregados por una sociedad que sobrevalora la eficacia y la productividad y los hace sentir como un estorbo, más aún si ven que sus familias no son apoyadas por el Estado cuando intentan darles un mejor cuidado. El solo hecho de que exista la posibilidad de la eutanasia constituirá una presión insoslayable; el sistema institucional les susurrará al oído: ¡por Dios el abuelito terco que pudiendo irse se aferra a una vida inútil que solo produce gastos!

Lo peor de una ley como esta —que curiosamente también ha sido aprobada en estos días por el Congreso de los Diputados en España— es que va en el sentido inverso a los valores comunitarios de solidaridad y protección del débil que la pandemia había permitido poner por sobre los del individualismo utilitarista característicos de la cultura dominante.

Así lo advirtió el Comité de Bioética español, que en un informe unánime declaró que el rechazo a legalizar la eutanasia “cobra aún más sentido tras los terribles acontecimientos que hemos vivido pocos meses atrás, cuando miles de nuestros mayores han fallecido en circunstancias muy alejadas de lo que no solo es una vida digna, sino también de una muerte mínimamente digna”. Y prosigue: “Responder con la eutanasia a la ‘deuda’ que nuestra sociedad ha contraído con nuestros mayores tras tales acontecimientos no parece el auténtico camino al que nos llama una ética del cuidado, de la responsabilidad y la reciprocidad y solidaridad intergeneracional”.

Vaya Navidad esta que pasarán nuestros adultos mayores, impedidos de disfrutar de sus familias por la pandemia, y amenazados por una eventual ley que les ofrecerá como regalo el derecho a dejar de molestar.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El Mercurio, el miércoles 23 de diciembre del 2020.