Al César lo que es del César

Juan Pablo Zúñiga H. | Sección: Política, Religión

En medio de fútiles llamados a la moderación, en el amplio espectro del mundo político, y también en otros ámbitos de la vida, tanto en Chile como a nivel internacional, la radicalización de las posturas ha sido la tónica: he ahí el fruto del imperio de la emoción por sobre la razón. En el primado de la emoción no hay lógica, hay fanatismo y, con ello, es fácil confundir e inclusive mezclar cosas que no debieran mezclarse: política y religión, inclusive política y fe.

La llegada a la presidencia de sus países por parte de Donald Trump y Jair Bolsonaro en los EE.UU y Brasil respectivamente, fue una respuesta natural de sus ciudadanos hastiados de las nefastas falsas promesas de la izquierda, la corrupción de ésta y principalmente de su avance cultural con el objeto de destruir los pilares de nuestra sociedad. Ambos países comparten el terreno común del cristianismo (religión de la cual soy practicante); también es parte de su idiosincrasia el ser apasionados, sin embargo, las pasiones no son buenas consejeras al momento de distinguir entre materias que deben ser separadas, como lo son la política y la religión. Ambos líderes, en no pocas ocasiones, han sido retratados por algunos de sus seguidores en numerosos recursos audiovisuales junto a imágenes de Nuestro Señor, flanqueados por ángeles al momento de tomar decisiones e inclusive algunos han argumentado haber tenido visiones de “batallas espirituales” en torno de estos. Ciertamente somos llamados a interceder en oración por nuestros líderes, sin embargo, cuando se cae, intencionalmente o no, en el sincretismo política/religión, se entra en un terreno peligroso desde un punto de vista humano, doctrinario y espiritual.

Desde los comienzos del cristianismo, pilar de la cultura occidental, hasta los días de hoy, sus principios han permeado más allá del ámbito puramente religioso. Es evidente que quien se identifique como seguidor de Cristo, sea cual sea la denominación a la cual adscribe, los valores de la antropología cristiana serán los que ajusten la lente desde la cual sea vista la sociedad. Los propios padres de la Iglesia como San Agustín de Hipona y Santo Tomás de Aquino escribieron al respecto en obras importantes como “Ciudad de Dios” y “Ética y Política”, respectivamente. Sin embargo, en los días de hoy, muchas personas han creado un sincretismo entre la fe cristiana y su visión política, casi como si el identificarse creyente fuese parte de un “programa de mejora social”, lo cual resulta sumamente peligroso llevando inclusive a la distorsión de las propias enseñanzas de Cristo, como por ejemplo al mirar al oponente en términos ideológicos como “enemigo”: quien discrepa de mis principios y de mis ideas políticas puede ser mi adversario, pero no mi enemigo. En esas circunstancias es donde debe entrar la óptica cristiana, al ver a mi contrincante como una persona seducida por una visión distorsionada de la realidad, pasible de ser persuadida y llevada a la verdad a la luz de la razón, pero bajo ninguna circunstancia ser considerada como un enemigo que debe ser eliminado. Al mismo tiempo, los líderes y personas en cargos de poder en la política son simplemente personas, seres humanos a los cuales, independientemente de si representan mis ideas o si tienen una base valórica que comparto, no se les puede adscribir propiedades mesiánicas, lo que es una distorsión ideológica que cae inclusive en el ámbito idólatra.

En una oportunidad, al ser Cristo interpelado sobre el pago de impuestos al César, este respondió: “Al César lo que es del César, a Dios lo que es de Dios”. Sabiendo que no puede haber acción política bien orientada si no tiende al Dios verdadero, defendamos con pasión nuestros principios y nuestro amor por Chile; pero no dejemos de hacer la imprescindible distinción entre lo que pertenece al terreno de la política y lo que pertenece al territorio de la fe. Caso contrario, no solamente le hacemos un mal favor a la Iglesia al alejar personas de ésta, sino que también se puede entrar en el peligroso juego de basar la fe en las circunstancias mundanas, olvidando de paso que Cristo mismo nos llama a ser la luz y la sal del mundo.