Perdónanos, Señor, porque no sabemos lo que te hemos hecho

Hernán Felipe Páez | Sección: Política, Religión, Sociedad

El pasado 18 de octubre los chilenos hemos vuelto a ver nuestros templos arder y, si bien hace algunos meses habíamos visto situaciones similares en otras iglesias, estos hechos siguen, igual que en el principio, desgarrando profundamente a la comunidad cristiana.

El gobierno, refiriéndose a los hechos ocurridos en la Iglesia de la Asunción y en la Iglesia San Francisco de Borja, calificó los actos atentatorios como una “expresión de brutalidad”. En sintonía con lo anterior, expresiones similares emergieron desde la ciudadanía y diversos medios de prensa que cubrieron la terrible noticia. Sin embargo, poco se repara en el problema de fondo que estos dichos entrañan. La gran mayoría de los chilenos aún no advierte la ceguera intencional o negligente detrás de tales manifestaciones, que se limitan a observar el mal causado desde una restringida óptica materialista, tendiente a lamentar y condenar el mero daño al patrimonio histórico subyacente de esas edificaciones humanas, en cuanto son vistas como eso, nada más: meras edificaciones humanas. 

El país ha llegado a un nivel de violencia interna, acompañada de una tibieza en la forma de referirse a tales deleznables actos, que hace más necesario que nunca decir “basta”. Basta de detener nuestros juicios en la mera destrucción material o patrimonial de nuestros templos, altares e imágenes. Basta de resumir este espiral de crueldad como una simple destrucción de la propiedad privada. Hay que usar la terminología adecuada, los católicos  tenemos que atrevernos a hacerlo, ya que nadie lo hará por nosotros. 

Los hechos ocurridos en nuestros lugares sagrados el pasado 18 de octubre constituyen un sacrilegio, no una simple “brutalidad”, constituyen una profanación, no una mero daño patrimonial, constituyen una blasfemia y un auténtico ataque a Dios, a nuestra Madre Santísima y a nosotros, los católicos, miembros de la Iglesia, que es el Cuerpo místico de Cristo. Es un ataque de odio contra todo lo anteriormente dicho, de ahí la necesidad de condena y justicia por estos actos dirigidos contra nuestras iglesias y las imágenes que se hallaban en estas.

Para dilucidar la gravedad de dichos ataques, resultan de gran valor las conclusiones del Segundo Concilio de Nicea respecto a la veneración de imágenes. Este Concilio, celebrado en el año 787 d. C, enseña que los cristianos, al  reverenciar a sus imágenes, a las Escrituras, a las iglesias o a un altar, muestran devoción y veneración no a estos elementos en cuanto materiales, sino en cuanto representación del real objeto de nuestra reverencia, por lo que esa veneración espiritualmente pasa a su prototipo. Esta veneración relativa es brindada a un signo, de ningún modo para su propio realce, sino para realzar lo que la cosa significa. El signo comparte el honor de su prototipo. En consecuencia, honramos al prototipo honrando al signo. Toda exteriorización de reverencia dirigida al signo, es intención hacia el real objeto de nuestra reverencia. Por el contrario, un insulto al signo es un insulto a la realidad de la cual es signo.

Aterrizando un poco esta explicación, es posible decir que, tal como una imagen de la Virgen María significa la presencia de la Madre de Dios, un templo es un icono que representa el Cielo y la presencia de Nuestro Señor. Si se profana la casa de Dios, se profana a Dios. Atacar las imágenes es atacar las realidades que representan. Por este motivo, el haber irrumpido e incendiado esas iglesias, implica una ofensa grave contra Dios, porque el templo es la casa de Dios y al cometer sacrilegio contra este, el acto sacrílego se dirige a Dios. Del mismo modo, la destrucción de crucifijos, de imágenes de la Virgen María y de altares –donde Nuestro Señor, cada vez que se celebra misa, se sacrifica, volviendo a morir por nosotros, renovando el Nuevo Pacto con los hombres– constituye una profanación contra esos signos, que se traspasa a la realidad de la cual son signos: Cristo y su Santa Madre, la Virgen.

De esto alguna noción tienen aquellas personas que encabezaron los actos sacrílegos contra las iglesias y las imágenes que se hallaban en estas. Ellos no organizaron estos ataques porque quisieran tan solo destruir cosas, ellos se dirigieron a una iglesia usada regularmente por el cuerpo de Carabineros para ceremonias institucionales, y horas más tarde a la Iglesia de la Asunción, una de las más antiguas de la capital, ya que querían profanar y arremeter contra nuestros lugares sagrados y las imágenes que saben que veneramos y reverenciamos.

Una vez logrado su cometido, una vez arrancadas las figuras de la Virgen, una vez profanadas las imágenes de los santos, una vez vulnerados los sagrarios donde se hallaba la presencia de Nuestro Señor sacramentado y blasfemadas las representaciones del Hombre que sufrió y pagó nuestra salvación con su vida, se pudo ver coronado ese macabro espectáculo con bailes, celebraciones y cánticos, mientras los lugares de culto de una importante porción del país yacían en llamas, hechos pedazos por los mismos que, a renglón seguido, han tenido el atrevimiento de proclamar defender la tolerancia y la dignidad.

No es justo. No es justo, no es humano, no es cristiano permitir que estas malévolas condiciones continúen. Ya basta de esta tolerancia sin límites al mal, basta de tibiezas y eufemismos para defender la Verdad que merece ser defendida, basta de análisis ciegos que nos limitan, que nos impiden ver a un Cristo sufriente, un Cristo que se retuerce de dolor por todo el agravio que le hemos causado. Perdónanos, Señor, porque no sabemos lo que te hemos hecho.