Una ciudad para el hombre

Pablo Errázuriz L. | Sección: Sociedad

¿Por qué las grandes civilizaciones tendían en sus momentos de apogeo al embellecimiento de la ciudad? Una lectura posmoderna podría decirnos que la presentación física de una capital imperial es una de las vestimentas del poder, que mediante la apariencia expresa su poderío sobre el resto, importando la grandeza de los vencidos para embellecer la propia urbe, como un símbolo de su dominación. Así, esos solitarios obeliscos egipcios en Roma. Sin embargo, creo que una lectura de este tipo pasa por alto la vocación natural del hombre hacia el embellecimiento de su entorno.

La adaptación del mundo a un ideal de belleza por parte del ser humano es una nota distintiva del cómo nos relacionamos con la realidad física. En sus formas más básicas están la decoración de una pieza con flores, la preocupación por la armonía entre los muebles de una casa, la pintura interior y exterior de las paredes o el trabajo de jardinería. Todas estas actitudes hablan de una búsqueda de plasmar una idea de lo bello, lo armonioso, lo estético, en nuestro entorno. Nos molesta la suciedad y fealdad de los lugares donde vivimos, y a contrario sensu, nos gusta la belleza, sea de origen natural o humano. Mismo análisis se podría hacer respecto a las apariencias personales. Lo bello nos interpela en nuestra humanidad misma.

Roger Scruton argumenta que esta inclinación por la belleza se encuentra arraigada en nuestra naturaleza racional, la que la reconoce como un fin en sí misma, aparejándola junto a la verdad y al bien como trascendentales del ser, realidades absolutas que se conocen con relación a una idea de perfección, y, por tanto, con un efecto pedagógico y moralizantes para el hombre. El conocer lo bello eleva nuestro ser, nos humaniza, de la misma manera que lo hace la verdad y el bien. Es por esto que tendemos a estas tres realidades, resuenan en nuestro ser como hombres, y, para los que creemos en Dios, son reflejos de la divinidad.

Este valor trascendental es lo que impulsa al hombre a embellecer las ciudades, como extensión natural de su hogar, y en última instancia, de su ser. Sin embargo, esta preocupación estética por la ciudad ha sido totalmente desplazada por la practicidad. Se construyen las ciudades para que sean útiles, perdiendo la dimensión de la civitas como espacio físico donde se desarrolla la vida propia y en comunidad. Nuestra humanidad desconectada de nuestro entorno. Ciudades grises y de cemento, construidas solo como un medio para el trabajo, el transporte o la eficiente distribución de la población, sin ningún miramiento por dotar al espacio geográfico de su natural dimensión humana y de encuentro. Generalmente, las críticas a esta forma de construir la ciudad se agotan en el problema de la desigualdad –la que innegablemente es muy nociva–, pasándose por alto la dimensión estética; la belleza como un elemento necesario para un desarrollo humano integral, tanto en la esfera material como espiritual.

El contacto con lo bello dignifica y enseña de lo humano, sea desde un poema, una pintura o un edificio. Recuperar nuestras ciudades como un espacio para la belleza donde el hombre pueda sentirse perteneciente es, en último término, volver a poner a la persona en el centro, recordando que es la ciudad para el hombre y no al revés.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por Controversia, el martes 8 de septiembre del 2020.