Tratados de Derechos Humanos y Constitución

Max Silva A. | Sección: Política

De cara a un eventual proceso constituyente, existe una materia que pese a su enorme importancia, hemos visto muy poco tratada: la relación de la Carta Fundamental con los Tratados Internacionales de Derechos Humanos.

Simplificando mucho las cosas, existen cuatro posturas a este respecto: a) la que señala que estos tratados se encuentran bajo la Carta Fundamental y poseen la misma jerarquía que una ley interna; b) la que igualmente los conciben supeditados a la Constitución, pero superiores a la ley; c) otra que estima poseen el mismo nivel de dicha Constitución; y d) finalmente, la que considera que serían incluso superiores a ella.

La primera postura, que podríamos llamar “clásica”, en nuestra opinión se encuentra superada, pues, aunque para muchos los tratados de derechos humanos deban someterse a la Carta Fundamental, no parece correcto que puedan ser derogados o modificados por una ley, ya que con ello se estaría alterando una norma internacional mediante disposiciones internas, existiendo otros mecanismos del propio Derecho Internacional para tal efecto, como la denuncia. Además, el actual Art. 52 Nº1 de la Constitución lo prohíbe expresamente.

La segunda postura es la que a nuestro juicio resulta más razonable, pues si la propia Constitución exige un conjunto de requisitos para suscribir un tratado a fin que éste pase a formar parte del Derecho interno, es porque claramente se considera a sí misma la norma máxima o de clausura de un ordenamiento jurídico y pretende asegurar su supremacía con la aplicación de dichos requisitos.

La tercera postura, que busca igualar la jerarquía de los tratados de derechos humanos con la Constitución, pretende “anexar” estos tratados, incorporándolos al llamado “bloque de constitucionalidad”. De esta manera, el catálogo de derechos establecidos por la Carta Fundamental se vería enriquecido con los provenientes de instancias foráneas, con lo cual se produciría un permanente “juego” entre ambas normativas, teniendo aquí los jueces nacionales un papel fundamental al momento de aplicar unas u otras disposiciones. Con todo, suele agregarse que el Derecho Internacional establecería sólo el “estándar mínimo” en materia de protección de derechos humanos, razón por la que la aplicación de una u otra normativa será determinada de acuerdo cuál de ambas llegue más lejos en este cometido. Lo anterior se vincula al llamado “principio pro homine” o “pro persona”.

Finalmente, la cuarta postura vendría a destronar a la Carta Fundamental de su sitial de honor dentro de un ordenamiento jurídico, en pos de los tratados y la jurisprudencia internacionales –en nuestro caso, de la Corte Interamericana de Derechos Humanos–, aunque, igualmente, podría aplicarse con preferencia el Derecho interno si resulta más protector de los derechos en juego que el internacional, nuevamente en virtud del principio “pro homine”.

Ahora bien, a nuestro juicio, las dos últimas posturas no resultan tan diferentes como aparentan y, a decir verdad, a veces casi se confunden. Ello, pues en ambas los tratados internacionales y en particular la jurisprudencia del tribunal interamericano serían el “estándar mínimo” en materia de protección de los derechos humanos, con lo cual, siempre habría que estar comparando las normas nacionales con las disposiciones internacionales y aplicar unas u otras de manera casuística. Por iguales razones, muchos autores consideran que, como lo importante es proteger los derechos humanos, lo anterior estaría dejando obsoletas las reglas de jerarquía entre ambos órdenes normativos.

Sin embargo, a nuestro juicio, la superioridad implícita del Derecho Internacional resulta evidente en ambas posturas. Al establecer el “estándar mínimo”, se lo estaría aplicando en el fondo siempre, ya sea directamente, si las normas internas no llegan tan lejos en su tutela de los derechos involucrados, o si lo hacen, porque en teoría, se encontrarían “autorizadas” para su aplicación por el propio Derecho Internacional y además, porque este se hallaría implícito en la normativa nacional, pues para “superarlo”, las autoridades locales se verían obligadas a adoptar sus criterios.

Evidentemente, y según se ha adelantado, todo lo dicho respecto de las dos últimas posturas, equivale a una auténtica revolución en el modo de concebir y de aplicar el Derecho. Por razones de espacio, sólo haremos algunas reflexiones en conjunto respecto de ambas.

La primera y más fundamental, es que esta incorporación de los tratados de derechos humanos (y de las interpretaciones internacionales aparejadas) al bloque de constitucionalidad equivale a una modificación de la Carta Fundamental no sólo al abrir sus puertas a estos tratados, sino de forma permanente, dado que las interpretaciones evolucionan muy rápido. En consecuencia, el sentido y alcance de estos tratados incorporados al bloque de constitucionalidad estaría evolucionando de manera constante, rápida y de manera autónoma al ordenamiento nacional, con lo que, y por razones mínimas de coherencia, se afectaría al resto de la Carta Fundamental, también permanentemente. Sin embargo, además de saltarse con ello las normas que regulan la reforma de la propia Constitución, se trataría de un proceso que no está sujeto a control alguno y ante el cual la ciudadanía no tendría ningún grado de injerencia, entre otras cosas, al no poder elegir a los integrantes de estos organismos.

Finalmente, si para sus defensores el Derecho Internacional sólo establece el “estándar mínimo”, todas las materias que “toque” la interpretación de estos organismos foráneos resultarían luego inmodificables para las autoridades nacionales, a menos que vayan más lejos en su protección en virtud del mencionado principio del “estándar mínimo”.

Como puede verse, existen varios problemas de la máxima importancia que la creciente injerencia del Derecho Internacional de los Derechos Humanos está produciendo y pretende generar en el funcionamiento de nuestros ordenamientos jurídicos nacionales que merecen mayor atención, en particular de darse un eventual proceso constituyente en nuestro país. Ello además, porque hay sectores que abogan por una completa apertura a su respecto. Sin embargo, tal vez el principal problema, además de su déficit democrático, sea la total falta de control sobre la actividad que realizan estos organismos foráneos y la casi completa “tutela” que tendrían sobre los ordenamientos jurídicos nacionales.

Todo lo dicho exige así, tener muy en cuenta cuál debe ser la correcta relación entre la Carta Fundamental y los tratados internacionales de derechos humanos –a nuestro juicio, dándole primacía a la primera–, pues en los hechos, una Constitución podría terminar siendo totalmente eclipsada por estos tratados, sin perjuicio de sus evidentes secuelas en el resto del ordenamiento jurídico nacional. En este sentido, puede hablarse muy bien de una auténtica “desconstitucionalización”, con lo cual perdería bastante importancia el restante contenido de la Carta Magna, en caso de redactarse una nueva.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El Líbero, el miércoles 09 de septiembre del 2020.