Obstinación

Alfredo Jocelyn-Holt | Sección: Historia, Política

La intransigencia siempre impresiona, más aún en momentos revolucionarios como en el que estamos. ¿Será porque hay principios en juego, o porque dinámicas psicológicas peculiares alientan tan obstinadas intenciones? Pienso en sujetos históricos intelectualmente preparados, convencidos de tener la razón por lo mismo, quienes no solo no ceden, porfían a toda costa. Pienso en un portento como Thomas Jefferson, y su empecinada defensa de la Revolución Francesa in situ, vísceras a la vista.

En efecto, imagínelo en París, representando a su país, escribiendo en 1787 a James Madison antes de la toma de la Bastilla, “Un poco de rebelión de vez en cuando es buena cosa”, y a otro de sus confidentes: “El árbol de la libertad debe refrescarse de tanto en tanto con la sangre de patriotas y tiranos. Es su abono natural”. Por cierto, las consecuencias que habrían de acarrear anhelos radicales, propuestos así de frívolamente, se desconocían (la revolución era todavía un suceso inédito). Con todo, gente de su persuasión se vio sobrepasada. Su apuesta a favor del Marqués de La Fayette y grupos afines, reformistas, supuestamente capaces de “moderar” el proceso, le falla. Extraordinario, por tanto, que se emperrara con esto de la revolución, después de un rato, ¿no le parece?

De vuelta en Norteamérica, en su calidad nada menos que de Secretario de Estado, volverá a insistir. Y eso que, hacia ese entonces, el terror jacobino se había desatado, lo impresiona, pero no atina a ofrecer consuelo a sus víctimas. Vea usted qué dice: “La muerte de algunos de los mártires de esta causa ha herido profundamente mis sentimientos, pero prefiero que hayan muerto a ver desolada la mitad de la tierra. Si en cada país no hubiera quedado más que un Adán y una Eva, pero libres, eso hubiera sido mejor que el actual estado de cosas”. Jefferson es tan optimista que cree que, al final, la libertad y la razón prevalecerán. Prejuicio que lo hace pasar por alto la posterior reacción y entronización del despotismo napoleónico, incluso. Es que, además, no dejará nunca de estar convencido de que la historia de Europa se afincará en Francia, no en Inglaterra o las restantes monarquías en pie, espejismo que le impedirá entender a menudo cómo vendría el naipe.

Me detengo en Jefferson porque su psicología revolucionaria lo deja a uno pensando. Si alguien de su indiscutible genio pudo incurrir en semejantes desvaríos, ¿por qué otros, menos brillantes, no habrían también de cegarse reiteradas veces, suponiendo que el optimismo los excusa? Se celebra la Independencia de Chile en estos días. Quizá lo nuestro no fue tan brillante o portentoso, pero reconozcamos que el que no haya habido revolución en 1810, y primara cierta sana cautela, le imprimió al país una sensatez que, por cierto, se echa de menos en nuestros días.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por La Tercera, el viernes 18 de septiembre del 2020.