El túnel

Sergio Muñoz | Sección: Política

Si los negociadores del 15 de noviembre consideraban que la clave para traer la paz y la concordia a Chile era tener una nueva Constitución, no se entiende que no le hayan dado urgencia. Las comisiones de Constitución del Senado y de la Cámara pudieron haber elaborado un proyecto de cambio —nuevas reformas o un texto completamente nuevo—, que luego fuera consensuado entre el Congreso y el Gobierno, y enseguida sometido a plebiscito. En el caso de que el consenso no hubiera fructificado, la consulta popular pudo incluir dos opciones de texto.

No fueron así las cosas. Los negociadores de noviembre optaron por marginar al Congreso del debate, pues lo despojaron de sus facultades en materia constitucional y validaron, en cambio, la creación de una convención que se elegiría si gana el Apruebo, en los hechos, otro Parlamento. ¿Significa que el Senado y la Cámara entrarán en receso? Nada de eso. Según el diseño, la convención y el Congreso funcionarían paralelamente, lo cual es simplemente escandaloso. Además de que implicará dos burocracias y dos presupuestos, abonará el terreno para la confusión, la superposición de funciones y los cortocircuitos institucionales.

La eventual convención funcionaría nueve meses (de mayo de 2021 a febrero de 2022) o un año (hasta mayo de 2022). Pues bien, a esas alturas habremos elegido alcaldes, concejales, gobernadores regionales, diputados, senadores y Presidente de la República, de acuerdo con las disposiciones de la actual Constitución. Salvo que el próximo año esté listo un nuevo texto, se lleve a referéndum y se alcance a promulgar con la firma del Presidente Piñera.

¿Cómo llegamos a esto? Porque en noviembre los negociadores gobiernistas buscaron cualquier acuerdo que frenara la violencia y salvara al Gobierno, en tanto que los representantes de la oposición capitalizaron la violencia y el miedo, con lo que negociaron desde posiciones de fuerza para imponer algo parecido a una asamblea constituyente con aires refundacionales. Fue la entrada en escena de la violencia como instrumento de intimidación política. Como el acuerdo hablaba de paz, y la mayoría de los chilenos anhelaba el fin de la destrucción, el pillaje y el caos, vino un aire de esperanza. Duró poco, como sabemos. La violencia no se detuvo, el Presidente casi fue destituido en el Congreso por los mismos partidos opositores que firmaron el acuerdo y Chile se salvó de un marzo pendenciero solo porque llegó la pandemia.

Las dudas sobre las condiciones en que se efectuará el plebiscito completan un cuadro desalentador para la salud del régimen democrático. Será una votación extraña, condicionada por la situación sanitaria. No sabemos si a la entrada de los recintos habrá una lista con los nombres de quienes tendrán prohibido el ingreso por estar o haber estado contagiados por covid-19. Por si fuera poco, sabemos cuán extendido está el temor a los rebrotes de violencia. Como para que no lo olvidemos, los cerebros del calendario electoral programaron el plebiscito muy cerca del 18 de octubre. Nada de esto parece preocupar a quienes describen el proceso constituyente como si transcurriera en una realidad paralela.

¿Pasará en algún momento por el Congreso el texto que apruebe la hipotética convención? ¿Tendrá derecho a opinar sobre dicho texto el Presidente de la República que sea elegido el próximo año? ¿Resistirán nuestras instituciones tanta desaprensión y tanto oportunismo?

Debemos mejorar la democracia, no empujarla hacia la confusión y la inestabilidad, que es el campo propicio para los populistas de izquierda y de derecha. Necesitamos reforzar el Estado de Derecho y perfeccionar las instituciones, pero ello requiere un compromiso inequívoco con las reglas democráticas de parte de todas las fuerzas políticas; en primer lugar, la condena sin dobleces de la violencia. Tanto el Gobierno como la oposición serán juzgados por lo que hagan o dejen de hacer para resguardar la paz interna, sostener las libertades y sacar a Chile de la recesión. Es legítimo el debate constitucional, pero será mejor si no nos dejamos sugestionar por la idea de remodelar la sociedad a partir de una hoja en blanco. La palabra fetiche es “cambio”, pero la experiencia indica que esa palabra da para cualquier cosa. Cambiemos lo que sea necesario cambiar, pero conservemos lo que merece ser conservado.

Se dice con razón que la Constitución debe ser la casa de todos. Pero ello supone cooperar para que sea sólida y resistente. Al fin y al cabo, las reformas se hacen con todos nosotros dentro de la casa y con el país en movimiento. En los últimos 30 años, se han materializado numerosas reformas constitucionales, por amplia mayoría, que sería absurdo lanzar por la borda. Se trata de un asunto rigurosamente político, pues se relaciona con los fundamentos del régimen de libertades y las condiciones para vivir juntos. Hay que salir del túnel.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El Mercurio, el miércoles 02 de septiembre del 2020.