Cuando la nación no interesa

Juan Pablo Zúñiga | Sección: Política

Hace 16 años figuraba mochileando en la carretera austral, como era común en aquella época durante el verano. En las cercanías de Puerto Ingeniero Ibáñez, a orillas del lago General Carrera, conocí a un muchacho mochilero, quien resultó ser de las juventudes de un conocido partido de izquierda. Conversando de política, y al manifestar mi intención de voto por el entonces pre-candidato presidencial de la UDI, Joaquín Lavín, este muchacho hizo una confesión lapidaria. Señaló que junto con otras organizaciones sociales tenían todo organizado y los grupos de choque listos para, en caso de salir un gobierno de derecha, hacerle imposible gobernar, saboteando toda forma de gobernabilidad hasta hacerlo caer. Quedé estupefacto.

Esta declaración, que en la época no comprendí a cabalidad, es un reconocimiento público de la estructura programática de la ultraizquierda chilena que cuenta con la violencia no como último recurso, sino como condición sine qua non para hacerse del poder y perpetuarse en éste, lo cual quedó demostrado con los hechos ocurridos desde el 18-O. Por lo tanto, aquel viejo adjetivo tan manoseado en los 90’, “socialistas renovados” era una total falacia. Era cuestión de tiempo, propiciar las condiciones culturales con un trabajo gramsciano de joyería y establecer a la fuerza, usando el léxico marxista, la coyuntura, como para que asomase en toda su plenitud el carácter antidemocrático y antipatriota que los caracteriza.

Derrumbar al gobierno. Impedir la gobernabilidad. Es tal el nivel de sacralización de los dogmas socialistas en pro de la construcción de una utopía, que nunca llega y cuando se acerca a ella, deja una estela macabra de millones de muertos y miseria, que son capaces de llegar hasta las últimas consecuencias para impedir la gobernabilidad. Así mismo, es tal el nivel de ceguera que no advierten que al dañar al gobierno de turno se entra en el juego irresponsable de dañar a la nación, afectándonos a todos. Pero eso no les interesa, la nación no les interesa; el pueblo, con el que se llenan la boca, tampoco les interesa; prueba de ello es que ni siquiera viven en las comunas populosas que gobiernan, pero sí en los barrios acomodados. Qué imagen más gráfica de su indiferencia que aquellas escenas del año 2018 en que Maduro, figura celestial del progresismo latinoamericano, disfrutaba de un suculento filete en uno de los restaurantes más caros del mundo en Turquía, mientras su pueblo ni si quiera dispone de agua potable. Sin embargo, el poder y los bienes ajenos, eso sí les interesa. La codicia, el amor al dinero, son la raíz de todos los males nos advierte el Apóstol Pablo en su primera epístola a Timoteo.

Nuevamente, si miramos fuera de las fronteras de nuestro amado Chile, vemos que el desinterés por la nación, el deseo irresponsable de hacer caer un gobierno, alimentado por el odio y la codicia, sucede en otros países. La misma agrupación por detrás de los violentos incidentes en la ciudad de Kenosha, EE.UU, Freedom Road Socialist Organization, declaraba el día de la inauguración del mandato del Presidente Trump, “debemos permanecer en las calles los cuatro años oponiéndonos a Trump y haciendo el país ingobernable” (The Epoch Times, septiembre 2020). Este desdén por la nación cuenta con un apoyo informativo sustantivo en las redes sociales, terreno por mucho tiempo dominado por el progresismo (eufemismo de nuestros días para referirse la izquierda más radical). Más preocupante aún es la participación obsecuente de los medios de comunicación nacional, cuyo mensaje en algunos de ellos resulta francamente grotescos: tergiversación de las imágenes, del lenguaje, reducción de espacios de comunicación para la derecha y la opción rechazo, entre otros, que tanto abundan desde el fatídico 18-O. Análogamente, importantes medios de comunicación norteamericanos, otrora respetados, utilizan un lenguaje abiertamente sedicioso y que incita a la violencia; en el caso particular de la actual elección presidencial, se ha señalado que en la eventualidad de que Biden obtenga una abrumadora mayoría, la transición del poder sería pacífica, no así en cualquier otro escenario. Eso es el uso del miedo como herramienta de control, estrategia ampliamente utilizada en esa “sociedad de los susurros” (parafraseando a Orlando Figes en su obra The Whispereres) que era la Unión Soviética y en definitiva en todos los regímenes socialistas que aún existen.

El uso instrumental de la violencia, el poco o nulo valor del concepto de nación y de respeto del ser humano de la extrema izquierda ¿realmente debe sorprender? Si usted es un buen observador y conoce la verdad, no; si hace parte del rebaño que prefiere cerrar sus ojos a la verdad, sí. ¿Por qué? Porque, como se dice en EE.UU, en la izquierda son los campeones del sugarcoating, cubrir de palabras bonitas (clichés como igualdad, dignidad, tolerancia, etc.) y endulzar el verdadero mensaje que tozudamente insisten en negar: destrucción, expropiación, censura, hambre, opresión. Esa es la verdad, tan opuesta a los valores del verbo de Cristo. Para algunos que persisten en la ilusión de esas palabras bonitas, esa verdad duele, pero, usando las palabras de Jesús Cristo, “si permanecen en mi palabra, serán mis discípulos; conocerán la verdad, y la verdad los hará libres”.