Cómo emancipar a los niños

Joaquín García-Huidobro | Sección: Educación, Familia, Política

Los asesores de muchos políticos han leído a ciertos autores progresistas y creen saber que las relaciones humanas de carácter vertical tienen un carácter opresivo, de modo que, en lo posible, deberían ser reemplazadas por otras de naturaleza horizontal.

Estas cuestiones de raíz filosófica se han observado hasta el día de hoy en la tramitación del “Proyecto de ley de garantías y protección integral de los derechos de la niñez y adolescencia”, que se remonta a los tiempos de Bachelet.

En este proceso ha habido una pugna constante entre quienes defienden el derecho y deber de los padres a educar a sus hijos, y aquellos que buscan recortar al máximo lo que consideran indebidas injerencias paternas. Así, en el último tiempo se han multiplicado los intentos de parlamentarios opositores para eliminar todo lo posible las referencias, las atribuciones de los padres en la educación de sus hijos.

Da la impresión de que, cuando tratan la materia, esos parlamentarios tienen en la mente la imagen de unos padres tiránicos y la consiguiente necesidad de que los niños y adolescentes se liberen cuanto antes y en la máxima medida posible de una tutela que aparece como opresora.

Es obvio que educar a los hijos consiste en prepararlos gradualmente para valerse por sí mismos, pero de allí no se deriva que los padres constituyan un obstáculo en esa tarea y que sea el Estado el encargado de remediarlo; particularmente, el chileno.

Todo esto no puede extrañarnos, pues quienes defienden esa concepción individualista y, a la vez, estatista de la familia nunca han ocultado sus ideas. Lo que llama la atención es que muchos humanistas cristianos y la centroizquierda moderada se hayan sumado a este juego.

Hay algunas preguntas que alguien con preocupaciones humanísticas debería hacerse. Ciertamente hay casos, y no pocos, de entornos familiares patológicos, abusivos e incluso tiránicos, pero ¿deben ser ellos el modelo a partir del cual debemos construir toda nuestra legislación de familia?, ¿o más bien ella debe inspirarse en el caso razonable, sin perjuicio de hacerse cargo de las situaciones indeseables? En otras palabras, ¿en qué tipo de padres y madres están pensando nuestros legisladores de oposición cuando ponen tanto empeño en restringir su protagonismo educativo?, ¿o el simple hecho de que algunos parlamentarios afines al Gobierno presenten indicaciones para resguardar su papel insustituible es una razón suficiente para rechazarlas?

No solo hay problemas por la imagen de los progenitores que inspira la legislación que coarta sus derechos. Sucede que también la idea del niño y el adolescente que subyace a esa iniciativa presenta problemas importantes. Al parecer, se impuso la teoría de ciertos asesores parlamentarios de que el interés superior del niño coincide con aquello que él quiere. Me parece que, dentro de las posibilidades que existen, la mejor no es transformar a los menores en unos seres carentes de raíces. Con todas las limitaciones humanas, los padres, que los conocen y quieren, están en una posición única para comprender en cada caso cuál es su interés superior. En eso, precisamente, consiste la educación.

Por contraste, de acuerdo con el proyecto que se tramita, estos nuevos sujetos autónomos podrían comunicarse directamente con la administración del Estado, participar en manifestaciones o convocarlas, de acuerdo con su edad, sin que los padres tengan mayor intervención (aunque después deban responder por los actos de sus hijos).

Hay también otras preguntas que nuestros parlamentarios deberían hacerse. Decían los griegos que “la naturaleza rechaza el vacío”. En la política es un principio que tiene plena vigencia. La pérdida de influencia de los padres, ¿será acompañada de una correlativa ampliación de la libertad de los niños y adolescentes?, ¿o no será reemplazada por otros poderes, que tienen la desventaja, entre otras, de ser completamente irresponsables, como sucede con las redes sociales o el agitador que sea?

Por otra parte, este proyecto de ley contiene algunas ideas que merecerían una discusión más detallada. Se dice, por ejemplo, que “el Estado está obligado a promover una educación sexual y afectiva integral, de carácter laico y no sexista”. ¿Qué significa eso exactamente? ¿Se pretende que la educación en estas materias tan sensibles puede ser completamente neutra?, ¿o solo hay una filosofía que puede inspirarla, a saber, aquella que se califica como “laica”?, ¿y quién es su depositario?

¿Está prohibido hacer referencias a la importancia de la herencia cultural religiosa en estos campos? ¿Es posible hacer una clase sobre la corporalidad inspirados en “El Nacimiento de Venus”, de Botticelli, o el “David”, de Miguel Ángel, dos figuras incomprensibles si no se acude a la religión? ¿Y qué significa exactamente “sexista”? ¿Es “sexista” decir que existen dos sexos, o que varones y mujeres compartimos la misma dignidad, pero que somos diferentes? Son muchas las preguntas que deja abierta esta legislación y no parece que nuestros parlamentarios estén muy preocupados por responderlas.

Quienes desprecian la Filosofía al menos deberían temerla, si tienen en cuenta las consecuencias que puede producir un determinado modo de entender al ser humano.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El Mercurio, el domingo 30 de agosto del 2020.