Una defensa diferente de la monarquía

Juan Manuel de Prada | Sección: Política, Sociedad

Varios lectores desencantados por acontecimientos recientes y penosos me preguntan con algo de sorna si “desde ese pensamiento tradicional que usted proclama” la monarquía española admite, en la presente coyuntura, alguna defensa.

Como escribió en ABC José María Pemán, la monarquía sólo es auténtica cuando es “de tipo tradicional, social y representativa”; pues cualquier otra fórmula tendrá inevitablemente “sustancia republicana, incluida la propia monarquía liberal y parlamentaria, que entre nosotros ya ha demostrado ser un principio de república”. Para Pemán, una monarquía con “replanteos dinásticos” y “forzamientos dialécticos” estaba tan acabada como una Iglesia “con interpretaciones sexuales de la pureza o el celibato y charlas de sacristía volterianas”. La evolución de la Iglesia y de la monarquía durante las últimas décadas demuestra que, además de finísimo escritor, Pemán tenía dotes proféticas. Los “replanteos dinásticos” que mezclan sangres que no pegan ni con cola, así como los “forzamientos dialécticos” que tratan de conciliar la monarquía con formas políticas que la repudian, la han dejado hecha unos zorros. Pues -como nos enseña Aristóteles- materia y forma no pueden disociarse alegremente, como si la forma no configurase y diese sentido a la materia. La monarquía, cuando disocia materia y forma, se convierte en espantajo.

La conversión de la monarquía en “república coronada” ha servido, además, para que los reyes sustituyeran el ideario monárquico por el ideario del hombre moderno, que como nos recuerda Nicolás Gómez Dávila se resume en “comprar el mayor número de bienes, hacer el mayor número de viajes y copular el mayor número de veces”. Y así los reyes de las repúblicas coronadas se convierten en rehenes de sus cópulas, sus viajes y sus bienes, hasta acabar en Abu Dabi (a diferencia de lo que ocurre en la monarquía tradicional, social y representativa, cuyos reyes acababan en Yuste). Pero el mal de fondo que corrompe a la monarquía se halla en los “forzamientos dialécticos”, en la negación del principio de autoridad que la sustenta: pues el poder de los reyes, como la claridad, viene del cielo; y la monarquía que lo niega acaba gangrenada. Incluso aunque sus reyes dejen de coleccionar cópulas, viajes y bienes, ya están cogidos por “do más pecado habían”; y quienes los tienen cogidos no tardan en estrangularlos.

Y, sin embargo… sucede algo profundamente misterioso, de naturaleza preternatural. Aun convertida en república coronada, la monarquía sigue provocando odios espumajeantes y sulfurosos. Prueba inequívoca de que, en la figura del rey, aunque sea el rey más dimisionario o monigote, sigue resonando la frase que Cristo pronunció ante Pilato: “No tendrías ningún poder sobre mí si no te hubiese sido dado del cielo”. Los enemigos de la monarquía no se revuelven contra los abusos de los reyes, ni contra su coleccionismo de bienes y de cópulas (que incluso pueden incitar o jalear, para fomentar su envilecimiento y después rasgarse las vestiduras, como hace ahora la patulea gobernante), sino contra ese poder “dado del cielo”, que está inscrito en el alma de la monarquía. Y de esa alma, por mohosa que parezca, puede surgir cualquier día -mañana mismo, o dentro de cien años-, un vástago que reniegue de las delicuescencias de sus antepasados. Entretanto, la monarquía -aun la más maleada- seguirá siendo un obstáculo (un katejon, en lenguaje paulino) al desencadenamiento del odio espumajeante y sulfuroso. Esta defensa de la monarquía tal vez cause estupor a los lectores que han demandado mi opinión, casi tanto como a los tesalonicenses debió de causarles que San Pablo identificase el katejon que retenía al Anticristo con el degenerado Imperio Romano.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por ABC, el domingo 9 de agosto de 2020.