Partiendo por los principios

Pablo Errázuriz | Sección: Política, Sociedad

Desde el fin de la Guerra Fría existió una sensación de calma en el mundo, graficada de forma magistral en el ensayo El Fin de la Historia de Francis Fukuyama, el cual a pesar de ser profundamente criticado en el medio académico, generó la idea de que el naciente siglo XXI sería muy distinto a los siglos pasados, los que habían estado caracterizados por las luchas ideológicas, primero entre el Antiguo Régimen y el liberalismo decimonónico (en el siglo XIX), luego entre capitalismo, marxismo y fascismo (siglo XX). De cierta manera, la tesis de Fukuyama contenía el deseo de un mundo de progreso luego de las profundas divisiones aparentemente superadas, y de ahí que su comprensión de la historia se centrara en el fin de las contradicciones entre estas.

Este sueño de un mundo desideologizado no obstaba que ocurriesen hechos históricos y políticos, pero circunscribía estos a los espacios aún atrasados del mundo, donde la historia ideológica no había acabado aún, pero que irremediablemente seguirían el curso del mundo civilizado, llegando a consagrarse el capitalismo y la democracia liberal como la piedra angular sobre la cual el mundo reposaría.

En este ambiente, la política práctica fue alejándose de su afán explicativo global, dejando atrás teorías de la naturaleza del mundo, del hombre y su destino, y poniendo el foco en la administración de la prosperidad, o, si aún esta no había sido alcanzada, en la administración del progreso material. Así, se economizó la política, entendiéndola desde los datos y números, guardando en el armario las narrativas extra materiales y ontológicas, que habían sido la base del actuar político desde la Grecia Antigua. Esto, en términos prácticos, significó la resignificación del concepto de bien común, desde una concepción espiritual y de sentido –la buena vida de los ciudadanos– a una materialista y utilitaria –el mayor bien material para la mayor parte de la población.

Y así se vivió en el ensueño de que el accionar político hacia el futuro sería esto, administrar y gestionar, aumentar el PIB y la infraestructura, la expectativa de vida y el IDH. Pero ni siquiera el propio Fukuyama creyó este era realmente el fin. Hacia la conclusión de su famoso ensayo, el tono cambia radicalmente al retratar la sociedad posthistórica. Esta era, para Fukuyama, una época donde todos los altos valores humanos que daban sentido a nuestra existencia –el coraje, la imaginación, el idealismo– desaparecerían frente al cálculo económico y la búsqueda de satisfacción del consumo. Era un mundo donde no habría arte ni filosofía, sino que un estancamiento y constante reminiscencia por lo que fuimos cuando aún había historia. Un mundo plano, donde el hombre nunca podría sentirse realmente en casa, guardando una incómoda reminiscencia al mundo retratado por Huxley en Brave New World, en el cual se había abolido el sufrimiento, pero pagando como precio nuestra humanidad. La posthistoria sería el mundo de la más brutal de las nostalgias. 

En esta pérdida del sentido, Fukuyama insinúa las semillas de la historia. Su esquema hegeliano presenta esta como el camino que recorre el hombre para reafirmar su valor intrínseco individual, siendo las ideologías las formas en que esta búsqueda de sentido se expresa en el campo de las ideas. La historia va desde que un hombre afirma su valor propio sobre todos los demás hasta el reconocimiento de todos en una fraternidad humana; de la monarquía a la democracia universal. Pero cuando todos son iguales, vuelve a perderse la individualidad de aquel primer hombre que reconoció el valor de ser algo propio, abriendo la puerta para que la historia vuelva a iniciar.

La idea de que todo lo que quedaba era la administración de la prosperidad material –identificada equívocamente con la felicidad– llevó a la despolitización de la política, llenando ese vacío con la ciencia económica. De más está decir que esta es tremendamente importante, pero nunca va a poder responder las preguntas de sentido que el hombre se pregunta y que lo llevan a actuar en la vida pública. El bien y el mal, lo justo e injusto, lo moral e inmoral no existen en números y gráficos, sino que en un relato que responde a nuestro anhelo de entender nuestro ser y espacio en la realidad, y desde esta, esculpir el mundo en un ideal de lo más humano posible. La realidad del ser no es meramente material, sino que subjetiva, y solo desde esta experiencia subjetiva entendemos nuestro deber-ser como sujetos insertos en una sociedad.

La economización de la política ha echado raíz sobre todo en ciertas derechas, burdamente llamadas neoliberales. Para estas, el dogma de la prosperidad material como fundamento del accionar político fue llevado a sus últimas consecuencias, perdiéndose la capacidad de explicar lo público desde una antropología. Se reemplazó a la persona por el consumidor, al ciudadano por el usuario del servicio público. Las categorías doctrinales o ideológicas fueron vaciadas de contenido, imponiéndose una lógica materialista económica y convirtiendo cualquier definición metafísica en una mera decoración para presentarse ante el público elector. Por esto, y a diferencia de las corrientes marxistas, estas derechas economicistas no plantean un devenir, un destino o meta que alcanzar, sino que solo un ahora material, cuya única prolongación hacia el futuro es el mejoramiento de las condiciones materiales en planes a 10 o 20 años. 

Para aterrizar esta discusión puede servir la contingente nacional. Joaquín Lavín es un ejemplo primo de esta política sin política. Su panfleto apologético del lunes 24 de agosto en El Mercurio se inscribe en esta lógica en que lo político se agota en una cuestión de administración, donde las definiciones antropológicas o sociopolíticas son irrelevantes. De ahí su presteza a definirse y redefinirse respecto a su modelo ideal de sociedad, y el buenismo de la unidad por la unidad, aun con personas como Daniel Jadue, con quien no comparte ninguna base para determinar las reglas morales y éticas del actuar político, y por tanto, sin una visión de futuro común, realidad más brutal por ser Jadue un representante del partido más ideologizado de la política nacional, con un futuro delineado muy claramente por los ideólogos del Marxismo. Finalmente, el rasgo primo del edil de Las Condes es su falta de definiciones filosóficas, y, por tanto, un absoluto vacío de contenido propiamente político, lo que trata de compensar con un populismo bananero de matinal y redes sociales. El mayor activo de Joaquín Lavín es que nadie puede estar en su contra en las definiciones esenciales, pero esto es solo porque él no da ninguna de estas definiciones.

Al rebajar la política al mundo subpolítico corremos el riesgo de la intrascendencia, y esta desvirtúa toda visión de futuro, y por tanto mina el suelo sobre el que se busca edificar. La indefinición no significa unidad, sino que incapacidad de construir, porque solo desde unas bases sólidas se puede construir el edificio social. Los principios se llaman así precisamente porque desde ellos se debe partir al minuto determinar el mundo que queremos intentar materializar, el cual será una conclusión lógica de nuestras definiciones ontológicas.