Honor

Pedro L. Llera | Sección: Política, Religión, Sociedad

Una de las características más llamativas, al menos para mí, de la modernidad es la disociación, que todo el mundo parece aceptar con la mayor normalidad, entre la vida privada y la vida pública de las personas. Un político (un periodista, un profesor, un abogado) puede tener una reputación intachable en su vida “pública” profesional y, al mismo tiempo, en su vida privada, puede ser adúltero, mentiroso, perjuro, ladrón y sinvergüenza. Porque parece ser que la vida pública y la privada no tienen nada que ver. Pero ¿se puede uno fiar de alguien que incumple su juramento matrimonial de fidelidad? Si no es capaz de cumplir su palabra con su propia esposa, ¿cómo vamos a poder fiarnos de él para ocupar responsabilidades públicas?

Pues no, señores. No puede ser. Una persona debe ser íntegra, auténtica, coherente. Y su honra, su fama, su prestigio, su buen nombre debe asentarse en una vida honorable: en fundar toda tu vida sobre los cimientos de la verdad y el bien; de una vida moral, decente y digna. No hay una vida laboral pública independiente de la vida personal o familiar. No hay dos vidas: hay una sola. Y quien vive dos vidas cae en una esquizofrenia imposible de sostener en el tiempo.

No puedes ser marxista leninista y predicar que tú nunca te vas a ir de Vallecas y luego mudarte a vivir a una casa de lujo en una zona exclusiva. No hay coherencia. Y lo único que demuestra tu inautenticidad es que eres un mamarracho, un arribista, un trepa, un mentiroso y un sinvergüenza. Y que alguien sigue votando a un tipo así…

Un político que no dice una verdad ni por casualidad es un impresentable. Un tipo capaz de plagiar su tesis doctoral ya es para echarlo de cualquier cargo a patadas. Un señor que se escuda repetidas veces y públicamente en una comisión de expertos científicos para tomar decisiones sobre el confinamiento o desconfinamiento de toda la población y que luego no tiene empacho en reconocer que esa comisión no existió nunca es un caradura sin principios éticos de ninguna clase; un tipo que con tal de mantenerse en el poder es capaz de todo sin el más mínimo escrúpulo. Y que haya gente dispuesta a seguir votando a personas así solo denota la grave enfermedad moral de un alto porcentaje de españoles (y fíjense que no hablo de ideologías ni de partidos políticos, sino de personas).

Y para que nadie piense que hay un sesgo ideológico en mi tesis, conste que nada me parece más repugnante que el caso de quien va a misa por la mañana y vota a favor de leyes inicuas por la tarde. Ninguna incoherencia peor, ninguna hipocresía mayor que la de quien presume de católico y vota a favor del aborto o de cualquier otra clase de ley que promueva la degradación moral, atentando contra la ley de Dios. Y que haya gente que todavía vote a esta banda de hipócritas, es para hacérselo mirar.

Un rey que cobre comisiones difícilmente justificables, que cometa adulterio; un señor que lleve una doble vida, aparentemente ejemplar de puertas a fuera e impresentable de puertas para dentro, no puede acabar bien de ninguna manera.

Una persona debe ser ejemplar y coherente. Tenemos la obligación de cumplir nuestros juramentos, de ser fieles a nuestras esposas o maridos y velar por la educación de nuestros hijos. Tenemos el deber de sacrificarnos por nuestras familias y de anteponer su bienestar y su felicidad a nuestros deseos, a nuestras pasiones, e incluso a nuestra propia “felicidad” personal: ¿hay mayor felicidad que ver crecer sanos a tus hijos? ¿Hay algo mejor que pueda dar sentido a la vida que educar a tus hijos y verlos crecer en sabiduría y en gracia de Dios? ¿Llevar una vida disoluta y enfangada en el hedonismo hediondo te va a hacer más feliz que el amor de tus hijos y de tu esposa? ¡Qué engañado vive el mundo!

Tenemos la obligación de ser honestos y honrados: de no mentir ni robar ni estafar; de no matar ni ser cómplices de quienes matan niños indefensos o pretenden liquidar a ancianos y enfermos. Tenemos la obligación de ser ejemplares, de llevar una vida digna y decente. En cristiano: debemos ser santos, por la gracia de Dios. No vamos a ser impecables ni perfectos, porque perfecto solo es Dios. Pero con la ayuda de Nuestro Señor, estamos todos llamados a la santidad, a la ejemplaridad en nuestra vida pública y privada. Amar a la esposa, amar a los hijos, sacrificarse para sacar adelante a tu familia, desempeñar tu trabajo lo mejor posible, ser buen vecino, buen ciudadano; amar al prójimo y comportarte con todos como te gustaría que los demás se comportaran contigo. En definitiva, una persona debe tener honor. Porque perder el honor es peor que perder la vida. Vivamos en gracia de Dios, vivamos en la verdad; tratemos de hacer el bien a todo el mundo y de cumplir los Mandamientos de la Ley de Dios. El mundo sería muy distinto si todos intentáramos vivir así. El mundo cambiará cuando todos tengamos a Cristo como único Rey y Señor de nuestra vida personal y social; cuando todos tratemos de cumplir la voluntad de Dios con la humildad de nuestra Madre, la Santísima Virgen María. Que ella interceda por nosotros como medianera de todas las gracias y nos libre de todo mal.

¡Viva Cristo Rey!

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por Infocatolica, el martes 04 de agosto del 2020.