Hipocresía

Pablo Errázuriz | Sección: Política, Sociedad

Fingimiento de cualidades o sentimientos contrarios a los que verdaderamente se tienen o experimentan”. Con estas palabras, la Real Academia Española (RAE) define la hipocresía. Esta consistiría entonces en una mentira sobre nuestra interioridad y forma de ver el mundo, una mentira sobre lo que presentamos a los otros y, en último término, una mentira completa sobre quién somos y cómo nos planteamos frente al mundo.

El llamar a alguien hipócrita, por lo tanto, no es menor. No es un mero insulto respecto a las cualidades de la persona insultada, sino que apunta a su falsedad en el trato con el mundo y con los demás. De cierta manera, uno no puede conocer a una persona realmente hipócrita dado que su exterioridad no se condice con su interioridad. Bondad, piedad, altruismo y caridad carecen de sentido cuando vienen de un hipócrita en la medida que ninguna de estas virtudes puede compatibilizarse con la oscuridad de motivos del hipócrita. Acciones de este tipo son la cúspide de la honestidad, el hacer el bien por otro solo por el bien del otro, sin dobles intenciones ni búsqueda de beneficio, solo por el bien mismo. De ahí que la mayor dureza mostrada por Jesucristo en el Nuevo Testamento sea contra los fariseos, símbolos de la hipocresía, descritos en el lenguaje bíblico como “sepulcros blanqueados”. Un hermoso exterior que esconde en sus entrañas la podredumbre de la muerte. No es entonces baladí llamar a alguien hipócrita. Como dijo Vicente Huidobro, el adjetivo, cuando no da vida, mata.

Pero que un adjetivo mate no debe disuadirnos de ocuparlo. La masificación de las redes sociales y la potente capacidad de opinión que ha traído aparejada ha generado una enorme plaza pública virtual, un espacio donde se pueden confrontar ideas, buenas y malas, en una teórica igualdad de condiciones. Sin embargo, también ha traído como contracara las llamadas funas, también existentes en la realidad no virtual –única realidad realmente real–, como han sido los casos contra profesores o académicos que mantienen posturas políticas, económicas, sociales o religiosas contrarias al posmodernismo reinante en el medio universitario, las que podríamos llamar, en un sentido amplio, conservadoras o tradicionales.

Este fenómeno de las funas –sean virtuales o presenciales– se han convertido en un elemento central en la discusión pública actual, especialmente respecto a cómo compatibilizarlas con el debido proceso y la libertad de expresión. El primer caso –que no trataré más allá de esta breve mención– se refiere sobre todo al Movimiento Feminista y la imputación de delitos sexuales a través de redes sociales, mientras que el segundo tiene un ámbito de incidencia en toda discusión pública, en la medida que cualquier postura que escape del deber (ser) decir puede ser merecedora de un ataque irracional y no dialogante para silenciar y sepultar el pensamiento que es incómodo para el statu quo. Las funas se han vuelto una herramienta absoluta de control de la mente, habiendo posturas que simplemente no se pueden tener ni expresar.

Frente a esta situación, se ha levantado la bandera de la libertad de expresión –o libertad de cátedra en su especificación académica–, principalmente por personas cercanas al mundo de la derecha. Este derecho ha sido considerado central para una sociedad democrática en la medida que el pluralismo de opinión y la consiguiente libertad para expresar las propias posturas es uno de los fundamentos de una sociedad de este tipo. Difícilmente se podría tener este sistema si las opiniones fueran controladas y censuradas por grupos de la población. También, la libertad de opinión sirve como medida de control del poder, mediante la cual puede la población fiscalizar las actuaciones de las autoridades, dando a conocer lo bueno y malo realizado por los representantes, de manera que en una futura elección se pueda castigar o premiar según corresponda.

Por esto, es muy relevante la discusión en torno a los límites de este derecho. ¿Puede cualquier opinión expresarse libremente? Como respuesta a esto han nacido mecanismos de limitación del derecho, como son los delitos de injurias y calumnias, o las leyes en contra de los discursos de odio. Pero esto sigue sin solucionar realmente el problema de los límites. ¿Dónde trazaremos la línea entre la legítima divergencia y el odio? El criterio sentimental de la ofensa claramente no sirve, dado que no se puede poner algo tan delicado sobre una base tan subjetiva, especialmente cuando las divergencias que más pueden llegar a insultar son precisamente aquellas que se refieren a la concepción de mundo y de hombre, como son las religiosas, filosóficas o antropológicas, y que por tanto mayor importancia tienen por ser basales en la cosmovisión propia. 

Así, desde las izquierdas el problema de los límites esta poco zanjado, siendo precisamente en su seno donde mayores pulsiones hay hacia una creciente limitación de la opinión. Por el contrario, la respuesta desde las derechas ha consistido en dar a la libertad de expresión la mayor extensión posible dentro de un marco racional. Solo lo que evidentemente se sale de esta puede ser censurado, como podría ser el nazismo.

Y aquí es donde volvemos a la hipocresía. Si bien desde la derecha hay un discurso constante y congruente en torno a la defensa de la libertad de expresión, en las actuaciones de parte de este sector político se ha visto el último tiempo poco compromiso real con este derecho. Un ejemplo de esto fue la funa por redes sociales que hubo contra Jumbo por vender un libro infantil con posturas izquierdistas. 

Jumbo es una cadena de supermercados, cuya finalidad como cuerpo intermedio es poner a disposición del consumidor los bienes que este quiera comprar (y que Jumbo desee vender). Existe una libertad amplísima para ofrecer a los consumidores los productos cuya venta no sea ilegal, y puede, en este sentido, decidir vender libros con cierta postura política. Lo mismo correría para una librería. Estas pueden vender libros de cualquier tendencia, y no daña a la sociedad el que no sean de la postura que yo mantengo. Finalmente, la decisión de comprar o no un producto es solo del consumidor, y lo correcto es que en el mercado de libros exista oferta para toda postura política para que puedan ser las personas las que elijan que comprar y que no. 

Lo mismo ocurre con los libros para niños. Uno puede no estar de acuerdo con ideologizar a los hijos propios con posturas políticas, pero de la misma manera, yo no puedo pretender determinar qué puede otro padre comprar para sus hijos. Son los progenitores los primeros encargados de la educación de sus hijos, y pueden legítimamente querer transmitirles sus valores y posturas políticas, de forma similar a como otros les transmiten sus concepciones religiosas.

El peso de la libertad de expresión es precisamente el respeto a la libertad de expresión del otro, y lo que se defiende por bien para uno mismo debe defenderse también para los otros. Este derecho no puede ser una bandera que se toma como defensa, pero se abandona cuando el ataque no es contra uno. El núcleo de la libertad de expresión se encuentra finalmente en la apócrifa pero célebre frase atribuida a Voltaire: “Estoy en desacuerdo con lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo”.