Elogio de la ineficiencia

Bruno Moreno | Sección: Familia, Política, Sociedad

En la historia, los proyectos centralizadores, reformadores y renovadores han perseguido casi siempre lo mismo: una mayor eficiencia del gobierno para que este, de una manera u otra, nos “solucione la vida”. Es un fin comprensible, acompañado en general por buenas intenciones, pero, como también nos dice la historia, las buenas intenciones son más peligrosas que un cajón de dinamita en manos del Coyote.

Las cosas buenas de la vida, las que mejor y durante más tiempo han funcionado y mayores frutos han ofrecido al ser humano, son completamente ineficientes y desorganizadas. Por ejemplo, la familia basada en el matrimonio indisoluble. ¿Cabe alguna duda de que sería mucho más racional, moderno y eficiente criar a los niños en las comunas de Platón? ¿O centralizar, organizar, estandarizar, y sujetar a control de calidad el cuidado de los niños, sustituyendo las obsoletas familias por unidades de crianza científica y socioeducativa? Sin embargo, siendo sinceros, ¿acaso no somos conscientes de que casi todo lo bueno que hay en nosotros se debe a esa familia radical y gloriosamente ineficiente en la que crecimos?

Los gobernantes modernos suelen considerar que tienen la misión de cambiarlo y reorganizarlo todo, aunque sea a costa de acabar con esas ineficiencias tan profundamente humanas como la familia, las tradiciones, la Iglesia o la moral, que astutamente reconocen como lo que son: obstáculos para el progreso (¡benditos obstáculos!). Incluso es costumbre que los políticos hagan solemnes promesas electorales a ese respecto, que, después, gracias al cielo, suelen incumplir. No puedo evitar pensar que, hoy por hoy, la mejor promesa electoral sería la de asegurarnos que van a hacer lo menos posible.

Quizá, en lugar de considerarse grandes planificadores e innovadores, sería preferible que nuestros gobernantes se contentasen con el modesto e ineficiente oficio de jardineros, cuya tarea no consiste en rehacer todo a su imagen, sino en aguardar, preservar, abonar, ayudar pacientemente a crecer y, en particular, admirarse ante una belleza y una vida que ellos mismos no han creado y que supera todo lo que podrían inventar.

Los filósofos dan a esta ineficiencia el grandilocuente nombre de subsidiariedad, pero a la postre no es más que una de las hijas de la tradicional, cristiana y siempre fecunda humildad.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por  Infocatólica, el miércoles 29 de julio del 2020.