Del valor de la palabra empeñada

Pablo Errázuriz L. | Sección: Historia, Política, Sociedad

Dentro de las muchas locuras de aquel ingenioso Hidalgo de La Mancha estaba su confianza en la palabra empeñada. El ideal caballeresco imponía la honestidad como una virtud central, que debía ser llevada hasta sus últimas consecuencias. Se estaba amarrado a lo prometido incluso cuando era perjudicial. De más está decir que en El Quijote esta concepción era más nociva que positiva para los que tenían la desgracia de encontrarse con el caballero andante.

Esta idealización de la palabra propia fue un elemento central del arquetipo del caballero cristiano castellano, razón por la cual recibe la burla de Cervantes. El idealismo de Alonso Quijano contrasta con la realidad de un mundo plagado de deshonestidades, donde el ideal de caballería era un sueño imposible.

Pero el ideal no muere por contrariar la realidad, sino que más bien confirma su substancia en ello. Este es un lugar al que ir, una hoja de ruta que debe guiar a la humanidad hacia un luminoso porvenir y el accidente de no ser común en la realidad solo muestra que hay mucho trabajo para alcanzar la meta. 

Según Jaime Eyzaguirre, este ideal de caballería habría sido traído desde España a la sufriente Hispanoamérica, donde habría echado raíz, convirtiéndose en uno de los sustratos de nuestra cultura y ontología. El sueño por un mundo ideal, y por consiguiente el trabajo para alcanzarlo desde nuestra propia idiosincrasia, debía ser una fuerza motora para el accionar, aun si sabíamos que nunca sería logrado materialmente. Y así, del ideal caballeresco cristiano pasamos al concepto más sencillo y universal de virtud y del hombre virtuoso.

Con la independencia americana y el nacimiento de repúblicas en el continente, la virtud se resignificó como un ideal del hombre de estado, diciendo Diego Portales que su modelo republicano era aquel de una república con un gobierno fuerte y dirigentes virtuosos, con cuyo ejemplo se guiara a la población por el camino del orden y las virtudes. Esta idea fue germinal para la Constitución de 1833, quedando inscrita en nuestra cosmovisión política, especialmente respecto a la figura del Presidente de la República, quien estaba llamado a ser el principal ejemplo de virtud. 

El lejano ideal de la caballería y, por consiguiente, el valor de la palabra empeñada, había transitado desde el cristianismo hispánico peninsular hasta el ideal republicano chileno, formando una cultura política que fue casi única en las repúblicas hispanohablantes americanas por su ejemplo de estabilidad y prosperidad, engendrando la leyenda de un excepcionalismo chileno.

Hasta el presente sobrevive este ideal como guía espiritual para las autoridades nacionales. De cierta manera nuestra crisis política es una crisis de la virtud republicana, la cual parecería ser casi inexistente dentro de la clase política actual. Y al no existir una encarnación de estas virtudes, la política se vuelve un terreno estéril, del provecho personal y búsqueda de victorias sectarias de unos y otros, no en miras a un futuro común, sino a la usanza de una guerra de trincheras, donde las opciones son matar o caer fulminado sobre tierra baldía, donde –para felicidad de T.S. Eliot– nunca más la primavera podrá hacer crecer lilas.

Las virtudes marcan un horizonte común en el cual las divergencias pueden coincidir. Ideas como justicia, paz y tranquilidad son objetivos que tanto buenos como malos creen perseguir, y por tanto marcan un rayado de cancha para el juego político. La muy mal entendida política de los acuerdos reposa sobre la convicción de que, a pesar de las divergencias, el rival busca un bien para la sociedad, y que, por tanto, se puede construir algo común a pesar de las diferencias. Los acuerdos no son por el “mal menor” sino que para buscar el bien común. 

Pero para construir este espacio espiritual es necesario ajustar el propio actuar a los ideales que decimos defender. No hay mejor testimonio de los principios que la coherencia, y la virtud política se transmite en el actuar del político. Si se pregona la austeridad estatal, es un contrasentido la extravagancia privada; si se defiende la dignidad de lo público, sería curioso un actuar político infantil e intrascendente; y, si se reivindica la honestidad, es una ironía dantesca el predicar así mismo el no respeto por la palabra empeñada.

Por esto es tan errónea la postura que han tomado ciertos sectores conservadores en torno al plebiscito constitucional. Es innegable que existe un vicio de origen en el proceso constituyente, el cual fue obtenido a través de violencia callejera, pero independiente de estas causas, las máximas autoridades nacionales se comprometieron en el Acuerdo del 15 de noviembre. No fue Sebastián Piñera o los congresistas de turno los que se empeñaron su palabra, sino que el mismo Estado de Chile en su conjunto. Si se usara la situación sanitaria como excusa para retractar el compromiso no dejaría de ser una falta de honestidad, esto sin perjuicio de todas las decisiones –como podría ser un aplazamiento– que sean necesarias para asegurar un voto libre y seguro. 

Existe un compromiso republicano para la realización del plebiscito –independiente de las objeciones que se tenga sobre el mismo– y la búsqueda de suspenderlo permanentemente tras bambalinas solo dañaría aún más nuestro sistema político e institucional. La vía para quienes nos oponemos al cambio constitucional no es eliminar la contienda, sino ganarla con el voto, por muy improbable que pueda parecer. Y esto es especialmente importante para los que defendemos una concepción antropológica y filosófica que ordena al hombre hacia el bien y las virtudes. No se puede predicar honestidad, pero exigir deshonestidad. No olvidemos que somos dueños de nuestros silencios y esclavos de nuestras palabras, y esto no puede ser más cierto para aquellos hombres en los cuales se deposita el futuro del país.