Somos mucho peores de lo que creen

Bruno Moreno | Sección: Religión, Sociedad

Hace un par de semanas, uno de los ateos residentes en InfoCatólica pasó por Espada de Doble Filo para dirigirnos un cariñoso saludo a los católicos blogueros, lectores y comentaristas: “¿quién va a querer parecerse a ustedes?”. Por si no quedaba claro, lo aderezó con la simpática idea de que “para que la buena gente haga cosas malas hace falta la religión”.

Confieso que no pude evitar sonreír. Lo cierto es que, por muy enfadados que estén, y parecen estarlo habitualmente, los ateos me resultan siempre tiernos y entrañables. Hay un algo de ingenuidad en sus protestas e infructuosos intentos de cinismo que reconforta el corazón como un cuento de Navidad.

Una de las ideas más tiernas e ingenuas que parecen tener, y lo digo sin ironía alguna, es la de que los cristianos somos muy malos. En consecuencia, no se cansan de señalar esa maldad que detectan en nosotros, con la satisfacción del que ha encontrado un argumento irrefutable contra sus adversarios. ¡Criaturitas! La realidad, la terrible y casi insoportable realidad, es que somos muchísimo peores de lo que creen. Incomparablemente peores. Casi me atrevería a decir que infinitamente peores.

Esto que digo no es una treta ni una captatio benevolentiae ni nada por el estilo. Es la pura y simple realidad: es cierto que somos incomparablemente peores de lo que creen los ateos. Si algún día nos vieran como somos en realidad, se horrorizarían y saldrían corriendo, aterrados.

No lo ven porque no han recibido la gracia de la conversión. El alma de todo cristiano, al recibir la fe, es como una habitación oscura en la que se enciende, después de muchos años, una luz. En cuanto los ojos se acostumbran a ella, uno se da cuenta con horror de que no se trataba de la morada confortable, acogedora y bien dispuesta que pensaba. En realidad, los muebles están rotos y llenos de polvo y restos podridos de comida, hay grietas y telarañas en las paredes, el techo está cubierto de moho y puñados de cucarachas se arrastran por los rincones.

Antes podíamos engañarnos y, como es normal, así lo hacíamos, pero una vez que la luz se ha encendido, que la fe nos muestra nuestro verdadero ser, ya no es posible el engaño y nos vemos obligados a contemplar, horrorizados, cómo somos realmente. Así le sucedió al Cura de Ars, por poner un ejemplo entre infinidad de otros. Ahora bien, conviene tener en cuenta que el Cura de Ars, San Juan María Vianney, era un santo de esos inimitables, con unos dones de Dios espectaculares y unas penitencias que harían temblar a cualquiera. Sin embargo, en cierta ocasión pidió a Dios que le mostrara cómo eran realmente sus pecados y él mismo nos cuenta que, cuando Dios respondió a su petición, quedó aterrado ante lo que pudo ver en sí mismo y se habría desesperado por completo si no fuera porque Dios, inmediatamente, le sostuvo con su infinita misericordia.

Vamos a decirlo por las claras: los cristianos somos malos. No somos malos de andar por casa, malos teóricos o malos comprensibles y tolerables. Somos malos de los de atracar a una pobre viejecita y además romperle los huesos a patadas, de los de traicionar al amigo del alma por cinco cochinos euros o de los de pegar a un padre. Malos de verdad.

No hace falta demostrarlo, porque nos hemos encargado ya nosotros de demostrarlo una y otra vez: el mismo Padre eterno nos ha introducido en su familia como a un huerfanito Oliver Twist con increíble fortuna y, apenas se da la vuelta, ya estamos traicionándole, ofendiéndole y corriendo tras otros dioses. Hemos sido hechos hijos de Dios y a la primera de cambio vendemos nuestra primogenitura por un plato de lentejas con tal de que no digan en el trabajo que somos del Opus o beatorros o algo parecido. Jesucristo nos lo da todo y nosotros le apuñalamos para arrebatarle eso mismo que nos quería regalar gratis. ¿De verdad alguien piensa que, si somos capaces de tratar así a Dios, no seríamos capaces de tratar de la misma forma miserable a una viejecita o a nuestro mejor amigo? Como decía San Felipe Neri, “Señor, no te fíes de Felipe, porque te traicionará«.

Cristo murió por causa de mis pecados, ¡por los míos! Nada de judíos, nada de sumos sacerdotes y nada de romanos: fui yo, con mis pecados, quien le llevó a la muerte. Soy Judas el traidor, David el adúltero y esos fariseos que merecían ser llamados nidos de víboras y sepulcros blanqueados. Yo soy el deicida, tan malo como Caín y peor que los habitantes de Sodoma y Gomorra. La verdad es que no soy mejor que Hitler, que Stalin o que Pol Pot, porque mis pecados crucificaron al Señor de la Vida. Él fue herido por mis faltas, triturado por mis pecados.

El peor de los ateos, tendrá muy difícil ser peor que yo, ya que no ha recibido lo que yo he recibido. Apenas vislumbra lo que es el pecado y no ha conocido el inmenso amor de Dios. No tiene a la Iglesia, no puede apoyarse en los santos y no disfruta, pobrecillo, del consuelo y la alegría de la devoción a nuestra Señora. No sabe que el mismo Hijo de Dios hecho hombre lleva en sus manos las llagas de los clavos que sufrió por amor a él en particular. Yo, en cambio, he recibido todo eso y conozco todo eso y, aun así, sigo pecando muchas veces. Mi responsabilidad es incomparablemente mayor que la suya.

Los cristianos no acudimos a Cristo para sentirnos buenos y el que lo haga es tonto de remate y no sabe nada del cristianismo. Acudimos a Él para que su Palabra nos juzgue y, como espada de doble filo, penetre hasta el tuétano de nuestros huesos, para que el divino Médico, con un bisturí, saque a relucir el pus de nuestros pecados enquistados y, con un sufrimiento saludable, nos traiga la curación que necesitamos. Nos acercamos a Él encorvados bajo el peso de nuestras culpas y diciendo, al igual que el primero de los Papas: apártate de mí, Señor, que soy un pecador. Como Isaías: ay de mí, que soy un hombre de labios impuros y vivo en medio de un pueblo de labios impuros. Como aquel romano: Señor, no soy digno de que entres en mi casa.

Tesoro en vaso de barro, como descubrió el Cura de Ars, cuando nos acercamos a Dios aplastados por la carga de nuestros pecados, Él no nos rechaza como debería. Lo que hace, ¡misterio de los misterios!, es tomar sobre sí ese peso, esa inmundicia y ese horror, para darnos a cambio su amor, su gracia y su verdad. Sus llagas nos han curado. No nos ha curado simplemente con su poder ni simplemente con su misericordia: ha querido curarnos con las heridas que sufrió por nosotros. Como canta el pregón pascual, Dios Padre, por rescatar al esclavo, ha sacrificado al Hijo. No hay amor comparable a este, no hay ternura que se le acerque ni bondad que le llegue a la altura del betún.

¿Cómo vamos a pensar los cristianos que somos mejores que nadie? Llevamos un tesoro en vasos de barro y, cuanto mejor es el tesoro (y no hay tesoro más rico que este), más se nota la pobreza, tosquedad y suciedad del barro. Este contraste no es, como parecen pensar los ateos, una demostración de que el tesoro es malo, sino que está ahí para que se manifieste que lo sublime de este amor viene de Dios y no viene de nosotros.

Por eso los cristianos no nos predicamos a nosotros mismos y, si lo hiciéramos, seríamos los más estúpidos de todos los hombres. Predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los judíos y necedad para los gentiles, pero, para los llamados, un mesías que es fuerza de Dios y sabiduría de Dios. Por eso también, quienes prefieran fijarse en los pecados de los cristianos en lugar de en la riqueza de la gracia de Dios serán, literalmente, los más desgraciados de todos los hombres y, distraídos por el empeño de ganar un par de puntos dialécticos, se perderán el tesoro que llevan toda la vida deseando encontrar.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por Infocatolica, el lunes 13 de julio del 2020.