La guerra cultural y la desigualdad ante la ley

Eleonora Urrutia | Sección: Política

Corría el año 1737 cuando comenzó la edificación de un molino de viento sobre terreno baldío. Diez años más tarde, Federico el Grande, rey de Prusia, elegiría ese sitio para construir el magnífico castillo Sans Souci. El molino estorbaba la adaptación de los planos del parque y jardines, y su arquitecto, Knobeldsdorffle, manifestó la necesidad imperiosa de arrasarlo. El rey llamó a un hijo de Graeveintz, heredero del molino, y le hizo una tentadora oferta y, ante sus reiteradas negativas, Federico le manifestó que lo trasladaría al lugar que eligiera, liberándolo de impuestos a perpetuidad y lo indemnizaría por las molestias. El molinero tampoco cedió, por lo que el rey, fastidiado, le dijo: “¿Sabes que puedo quitarte el molino sin darte un solo groschen?” “Efectivamente, majestad, si no hubiera jueces en Berlín”. Ante semejante respuesta, el monarca absoluto, vencedor de toda Europa, el hombre de mayor prestigio y poder del momento, contestó al molinero: “Es tu derecho, quédate con tu molino, buscaré otra solución”. El molino ha resistido los embates del tiempo; reyes y molineros que se sucedieron continuaron la buena tradición de vecinos a pesar de estar enclavados juntos dentro del parque del famoso castillo de Potsdam. Aún hoy se conserva el molino, declarado monumento nacional como símbolo de respeto de la igualdad ante la ley.

Los liberales históricamente han sostenido que la imparcialidad de la ley es uno de los pilares sobre los que se ha construido la grandeza de nuestros países. El sistema, al menos en teoría, se basa en el principio universal de que todos los individuos serán tratados por igual ante la ley porque si las leyes se aplican con parcialidad hacia algunas clases de personas o grupos, el estado se convierte en un instrumento de opresión en lugar de un garante de la vida, la libertad y la propiedad; sin este principio de neutralidad, quedamos a merced de los caprichos de los políticos. La imparcialidad de la norma jurídica es, además, la única forma práctica de proceder en un mundo donde las personas tienden a la parcialidad; la fragilidad humana, por no mencionar la malevolencia más que ocasional, confirman la sabiduría de poner la neutralidad del derecho en el corazón del orden liberal.

Hacer que las decisiones judiciales dependan de las creencias políticas u objetivos de los procesados ​​es un paso hacia la tiranía.

El apego al principio de igualdad ante la ley separa a los liberales de los autoritarios y de los totalitarios. Pero hoy en día se está desgarrando a medida que la guerra cultural se incorpora a la práctica legal y política de jueces y parlamentarios, burlándose de los principios más básicos del derecho. El trato diferencial hacia los manifestantes de Black Lives Matter en comparación con otras personas que han violado las reglas de los confinamientos en épocas de la Covi-19 es evidente. Muchos expertos en salud pública se negaron a condenar las reuniones de BLM y al mismo tiempo declararon que “esto no debe confundirse con una postura permisiva en todas las reuniones, particularmente las protestas contra las órdenes de quedarse en casa”. El alcalde de la ciudad de Nueva York, Bill De Blasio, justificó la prohibición de los funerales jasídicos al aire libre durante la pandemia, al tiempo que autorizó, y de hecho apoyó, las protestas contra la policía porque estas últimas eran más importantes. Cyrus Vance, el fiscal de distrito de Manhattan, dijo que se negaría a enjuiciar a cualquier persona arrestada por “conducta desordenada o reunión ilegal” en el curso de las recientes protestas y saqueos en Nueva York. La razón nuevamente fue la identidad de las protestas en las que participaban, ya que no hay ninguna evidencia de que Vance no fuera a aplicar todo el rigor de la ley a los detenidos que protestaban por el aborto. Podría ser perfectamente razonable decidir disculpar a algunos manifestantes de ser procesados ​​por delitos menores, pero solo si el tipo de protesta en cuestión no es el factor relevante. Hacer que las decisiones judiciales dependan de las creencias políticas u objetivos de los procesados ​​es un paso hacia la tiranía.  

Lo mismo sucedió en Chile cuando el estado se querelló contra dos individuos que violaron el cordón sanitario viajando a otras regiones, pero no lo hizo contra un político PS que lo hizo bajo sospecha de Covid, o cuando la justicia hizo ojos ciegos a las movilizaciones del PC en plena cuarentena, pero a ciudadanos de a pie en Vitacura los llevaba detenidos por pasear al perro en el antejardín de su departamento. La justicia persigue a quienes lideran movimientos de autodefensa derechista, dejando pasar a otros abiertamente terroristas como Ukamau, MIR, FPMR, CAM que no son investigados solo por ser de izquierda. La política se convierte en una cuestión de adquirir poder para proteger a los del bando propio. La reciente decisión de una corte de nuestro país de entregar sus ahorros previsionales a una ciudadana para que disponga de ellos, con el argumento de que el sistema de pensiones es injusto y está mal diseñado, va en igual sentido. Los jueces no se conciben como funcionarios que debe aplicar la ley interpretándola, sino como hacedores de justicia de acuerdo a los criterios que se le antojen y al margen de la ley, dando a algunos, pero negando a otros.

Esta incorporación de la guerra cultural a la política puede verse con bastante claridad en la legislación sobre delitos de odio, donde el mismo acto criminal se castiga más severamente si se lleva a cabo deliberadamente contra una persona, con lo que ahora se llama una “característica protegida”. Al definir grupos particulares de personas como “vulnerables” la ley es explícita en su alejamiento de un enfoque universalista del crimen y del castigo, y en el otorgamiento de más protecciones a ciertos grupos que a otros. Este proceso de priorizar ciertos crímenes por encima de otros también se observa en la degradación de los crímenes violentos a la par que los “de odio” y los casos de abuso doméstico, incluso donde no ha habido violencia, tienen prioridad. Aunque sea cierto que ante un mismo hecho delictivo pueden existir circunstancias agravantes o atenuantes de cara al castigo, estas circunstancias no pueden venir predeterminadas y para todos los casos por el sexo o la condición del agresor o de la víctima. El incumplimiento explícito reciente de las reglas constitucionales de parte de la presidenta del Senado y otros colegas alegando razones de justicia material va en el mismo sentido, transformando en virtud el incumplimiento de la ley y consagrando como principio de justicia la desigualdad en el tratamiento de los iguales, convencidos como están que las desigualdades se cambian a través de decisiones políticas. Utilizan la ley para imponer su voluntad por sobre los derechos consagrados por ella misma. El imperio de la ley se convierte en el imperio de la voluntad de los políticos que, amparados en sus votos, promueven en lugar de atacar la injusticia, atropellando los derechos de las personas porque creen, como en el nazismo, que el “interés de la mayoría” está por encima del de los individuos. No se sujetan a la ley sino que la sujetan a ideologías y a sus intereses sectarios. La politización de la ley sustenta así el intervencionismo político, plagado de privilegios, desigualdades e injusticias. Pero además, si una parlamentaria no cumple con la Constitución, ¿cómo esperar que los ciudadanos cumplan con las leyes que ellos dictan?

Podemos ver esto incluso en la representación popular del crimen. En los años setenta y ochenta, por ejemplo, el crimen era un problema conservador de derecha. Fueron los delitos callejeros, asaltantes y ladrones quienes capturaron la imaginación en dramas policiales, también vinculados políticamente a radicales y hedonistas, a extraños y militantes, el “enemigo interno”, como los llamó Margaret Thatcher. Ahora, con programas de televisión como The Good Fight, el crimen se ha reconstruido a través de las mentes de la élite liberal moderna y se ha asociado con la “canasta de deplorables” de la campaña de Hillary Clinton (los “racistas, sexistas, homofóbicos, xenófobos, islamófobos”), los fanáticos imaginados de piel blanca y clase media que carecen no solo de la conciencia política sino también cultural e incluso emocional de la élite metropolitana. Estos hombres y mujeres son los objetivos de la ley y el orden moderno, los fanáticos racistas y sexistas que se han convertido en los nuevos malos abusivos, responsables de los únicos crímenes que importan. Los delitos en línea también están siendo politizados y controlados por la nueva élite: Facebook tiene una nueva junta de censores que aprueba la anulación de la plataforma para los deplorables y el YouTuber Count Dankula fue declarado culpable de ofender a las personas por un video de comedia de un pug haciendo un saludo nazi. La lista continúa, siguiendo un patrón similar en asuntos abordados por las leyes, las autoridades, la presión política y las prácticas periodísticas, todos desarrollando una nueva forma de criminalización y vigilancia de individuos, ideas y pensamientos “deplorables”.

Sucede, entre otras cosas, que la igualdad ante la ley parece haber quedado fuera, y la supuesta equidad haber ocupado su lugar. Profesores, académicos, periodistas, políticos repiten la demanda de equidad. Muchos, en la medida en que reflexionan sobre este cambio de uso, podrían considerar ambas palabras como sinónimos. Pero para aquellos que nos aferramos a la visión de que las palabras son portadoras de significado y que las distinciones semánticas son importantes, especialmente si tenemos alguna esperanza de ser precisos, la sustitución de “igualdad” por “equidad” tiene serias consecuencias.

A diferencia de la igualdad, la equidad generalmente proporciona órdenes de actuar o no actuar de una manera particular. Le permite al demandante imponer acciones de aquellos contra quienes se hace el reclamo. La premisa parte del supuesto de que los acusados ​​han herido a otra persona o se han enriquecido injustamente, esto es, existe un reclamo de culpa implícita que debe rectificarse mediante la obligación de actuar, para aliviar las situaciones injustas fuera del estado de derecho normal. Asignando culpa e inocencia por clasificación, la equidad moderna transforma el papel de los ciudadanos, miembros de la academia, trabajadores, empleados y administra justicia de manera abstracta en lugar de por circunstancias concretas. El “privilegio blanco” y la “victimización negra o indígena” son clasificaciones que distorsionan las operaciones de equidad. ¿Qué inequidades se espera que reparen, cómo lo harán y quién tomará tales determinaciones?

El sueño de una justicia ciega ha pasado de moda. La venda en sus ojos, otrora garantía de igualdad ante la ley, ha sido arrancada por las demandas de equidad. No solo el sistema político, sino más inquietantemente, el sistema legal, han hecho resurgir el ojo por ojo de la ley del talión como su estándar. Se asume la culpa y la victimización sin evidencia requerida porque las demandas de equidad son, en última instancia, captaciones de poder. Decía un artículo de la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano que “la ley debe ser igual para todos, tanto cuando protege como cuando castigue”. Este precepto tenía y tiene buen reflejo en los artículos que en nuestra Constitución proscriben cualquier clase de discriminación. Algunos jueces y legisladores no quieren, sin embargo, verlo, y prefieren comportarse como mera correa de transmisión del poder político que los sustenta en el cargo. Así de claro, así de triste.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El Líbero, el viernes 26 de junio del 2020.