Interregno chileno

Pablo Errázuriz | Sección: Historia, Política

El fin de una dinastía era comúnmente un periodo de caos y desorden en las antiguas monarquías. Los poderes tradicionales perdían su fuerza y la autoridad quedaba totalmente difuminada; un vacío de poder que esperaba ser llenado por una nueva casa real que reordenara el reino y los balances de poderes en este. Era además un periodo que marcaba fin de etapas políticas, lo que surgía luego del caos difícilmente podía ser lo mismo que se había extinto. Así, por ejemplo, el fin de la dinastía Severa marcó el fin del periodo clásico del Imperio Romano —comúnmente denominado el Principado— y sus estructuras formalmente republicanas, dando paso a un interregno de 50 años conocido como la Crisis del siglo III, que culminaría con el gobierno del Emperador Diocleciano y el inicio del periodo tardío del Imperio, conocido como el Dominado, régimen de corte despótico y derechamente monárquico.

Este mismo fenómeno se puede dar en formas de gobierno distintas a la monárquica. Frente al colapso de la autoridad del gobierno y la incapacidad de sus opositores o sucesores de articularse como un nuevo proyecto político para el país, se genera un vacío de autoridad, el cual distintos actores intentan ocupar. En el caso nacional, esto fue lo que sucedió desde la caída del primer gobierno de Carlos Ibáñez del Campo en julio de 1931 hasta el inicio del segundo gobierno de Arturo Alessandri Palma en diciembre de 1932, sucediéndose una serie de gobiernos que no lograron consolidar su poder político, como es el caso de la República Socialista de Chile.

La situación actual de nuestro país tiene mucho de interregno. Si bien el presidente de la República sigue siendo formalmente la cabeza del Estado chileno, difícilmente se podría decir que es quien gobierna al país. Lo mismo sucede con la Constitución vigente, que desde el 18 de octubre de 2019 y el posterior “Acuerdo por la paz social y la nueva Constitución” ha quedado en los hechos parcialmente suspendida. Estas dos situaciones quedan demostradas con el parlamentarismo de facto anunciado por el senador Quintana y llevado a la práctica por el Congreso Nacional con sus flagrantes actos inconstitucionales, sin que el gobierno pueda hacer valer la Constitución. En la práctica, hoy no rige un estado de derecho en Chile, sino que nuestro sistema institucional se encuentra amarrado a las condiciones fácticas, y sería iluso pensar que simplemente volveremos al estado anterior. Para bien o para mal, el modelo institucional de la transición llegó a su fin.

Esta situación de interregno es también la que explica las luchas políticas que se están dando en ambos extremos del espectro político. Desde el colapso de la Concertación con la derrota del expresidente Eduardo Frei Ruiz-Tagle en la elección presidencial de 2009, las izquierdas han ensayado nuevas aproximaciones políticas, primero con la incorporación del Partido Comunista en el mainstream del sector, experimento que terminó con la absoluta derrota que sufrieron en la elección de 2017. Desde esta la autoridad en la centroizquierda ha desaparecido, marcado especialmente por la descomposición de la otrora poderosa Democracia Cristiana y el surgimiento de la izquierda frenteamplista como referente político. Pero el espacio ocupado por la Concertación, y brevemente por la Nueva Mayoría, como centro gravitacional del sector sigue estando vacío, sin que haya un referente político con proyección para formar un proyecto país.

En el otro extremo del espectro, el colapso de autoridad se dio con el desplome del gobierno a partir del 18 de octubre. Desde la victoria de Sebastián Piñera como primer presidente de derecha en el Chile post-transición, su bloque político se había organizado en torno a su figura, siendo el candidato obvio para enfrentar la elección de 2017. El problema de esta composición es que descansaba de forma absoluta en la persona del entonces exmandatario, con todos los defectos que este tiene en cuanto a manejo político, conocidos ya desde su primer gobierno, especialmente por su incapacidad de manejar las protestas estudiantiles de 2011. Así, Chile Vamos era poco más que una plataforma levantada a imagen y semejanza del presidente, carente de un proyecto político propio más allá de una vaga promesa de estabilidad económica, sin un programa de reformas estructurales ni un diálogo doctrinario-político interno. Fue un proyecto intelectualmente vacío, cosa graficada incluso en su campaña presidencial, en la que primó el discurso del terror por sobre uno de futuro. Sebastián Piñera fue elegido para evitar “Chilezuela”, no por lo que ofrecía su programa para el país.

Así, con la caída del gobierno debido a su absoluta incapacidad de manejar la crisis de octubre de 2019, la derecha perdió su núcleo articulador. El piñerismo quedó totalmente deslegitimado frente a sus partidos y electorado, perdiendo la capacidad de ordenar y articular al sector en torno a las decisiones tomadas por La Moneda.

La respuesta de los partidos oficialistas a esta situación ha sido variada. En la UDI se ha visto una absoluta falta de capacidad para defender el modelo institucional del que alguna vez fue paladín, además de la imposibilidad de influir dentro de la coalición gobernante. Por su parte Evópoli, a pesar de contar con dos de los ministerios más importantes —Interior y Hacienda—, ha sido inexistente como colectividad, su promesa de evolución política desapareciendo junto a la desaparición pública de su principal rostro, el senador Felipe Kast. El caso más interesante en el oficialismo es sin duda el de RN, donde Mario Desbordes ha planteado una vuelta hacia una derecha que él y sus allegados llaman “social”, pero que en muchos aspectos se parece más a una tradicional demagogia de tiempos de crisis.

Fuera del bloque oficialista está el Partido Republicano de José Antonio Kast, la derecha no acomplejada. Sin embargo, esta tampoco ha logrado canalizar el colapso del piñerismo como una oportunidad para un proyecto político de derecha, tal vez por su voluntad constante de asemejarse a las derechas populistas de Trump y Bolsonaro, alejándose de lo que fue su campaña presidencial de 2017, que estuvo centrada en las urgencias sociales y la construcción de la República.

Vivimos un interregno nacional profundo, donde todos los centros del poder han sido destronados. Pero estos periodos críticos son también una oportunidad para la creatividad: repensar la república, replantear nuestra hoja de ruta nacional y adaptarla a los tiempos actuales y venideros. Un mero purismo de conservar todo lo pasado muestra una ceguera a las causas de la crisis actual, y, por otro lado, un reformismo exacerbado tiende a caer en la demagogia de prometer una utopía imposible. No es necesario inventar nuevamente la rueda, pero sería estúpido desecharla por los hoyos del camino.