Gravitas y política

Pablo Errázuriz | Sección: Política

La crisis política nacional ya es lugar común en la discusión pública. Existe una sensación generalizada de que la clase política de los últimos 30 años le falló al país, que convirtieron la política en una gallina de los huevos de oro para su provecho personal y de sus familiares, pervirtiendo la tarea más noble dentro de una república. ¿Y cómo no va a generarse esta sensación luego de todos los escándalos por el financiamiento político y la falta de altura de miras con que la clase dirigente enfrentó estos, degenerando el espacio público en una lucha de trincheras entre los “buenos” y los “malos”?

Pero hay una crisis más profunda en nuestra res publica chilensis, la degradación total de la gravitas republicana. Esta consistía para los romanos en una virtud de lo público, propia de los líderes políticos, que se traducía en la gravedad —el peso— del líder. En palabras modernas, que el líder fuera respetable, no solo por ocupar una posición de poder con potestas —esto es, poder legal de mando— sino que por sus propias cualidades de liderazgo y la seriedad de su figura.

Esta virtud apunta a un elemento esencial del mando político, la respetabilidad. Para el líder político no es suficiente encontrarse en la posición de poder, sino que debe actuar acorde a la alta función que se le ha entregado, cultivando y proyectando una imagen de probidad y seriedad. Misma idea es la que presenta San Isidoro de Sevilla en su frase “rex eris si recte facies, si non facias non eris” (rey eres si actúas rectamente, si no, no lo eres), siendo esta idea una de las bases del pensamiento político cristiano. Así, la mera potestad de mando no es suficiente, sino que el liderazgo requiere un elemento espiritual. La esposa de César no solo tiene que serlo, sino que también parecerlo.

Este elemento no es algo que pueda imponerse a través de leyes o constituciones, sino que debe quedar resguardado a través de una formación de la propia clase política, una consciencia de su lugar en la sociedad, que no es un premio, sino una responsabilidad para con la sociedad y en miras al bien común, y que, por tanto, conlleva una solemnidad propia de dicha alta labor.

En una república democrática esto es de especial relevancia. Nuestro sistema está constituido sobre la delegación de la soberanía que hace la nación en su conjunto en ciertas personas, para que estas ejerzan la administración de lo común para el bien de toda la sociedad. Esta estructura de delegación del poder hace necesario un actuar ejemplar de los representantes, quienes deberían encarnan, idealmente, los valores propios de una estructura democrática. Esto es obviamente imposible en un sentido absoluto —siempre existirán malos políticos— pero es necesario que la sensación media sea que los destinos de la nación están en las manos más adecuadas. Como todo el sistema se basa en la confianza que se da a ciertas personas para administrar lo público de acuerdo al bien común y a las reglas que nos hemos impuesto, es necesario que exista una confianza en las clases dirigentes.

La crisis política chilena tiene mucho de crisis de respetabilidad. Nuestra clase política ha degenerado en panelistas de matinales, en hombres meme de Twitter y, como último fenómeno, en “tiktokers”. Paralelo a esto, se han empezado a elegir como representantes a personas que están lejos de un ideal republicano, sino que su única virtud política es la popularidad que gozan por su vida de celebridades, cosa que tampoco debería sorprender dado que los políticos “profesionales” no han mostrado una faceta de seriedad, prefiriendo la facilidad de ser populares a cualquier costo. 

De cierta manera se da un proceso doble de vulgarización. Los políticos establecidos rebajan su actuar político a un populismo de matinal, y, por otro lado, las nuevas personas que entran a la política son un mero reflejo de la sociedad del espectáculo en que nos encontramos sumergidos; su gran virtud, saber bailar.

La cercanía del político a los ciudadanos es positiva, pero en el Chile presente se confunde la cercanía con la intrascendencia. Cercanía no significa estar en todas las redes sociales y aparecer bailando en matinales, sino que accesibilidad para que los representados puedan expresar sus dudas y opiniones ante las autoridades, y que estos tomen estas en consideración al momento de dirigir el país, apoyándose en los cuerpos intermedios de la sociedad civil organizada. Construir una carrera política en torno a una búsqueda desenfrenada de popularidad y posicionamiento en las encuestas de opinión, usando la falta de seriedad para parecer cercano y “simpático”, solo perjudica la confianza en los dirigentes, quienes dejan de verse como los mejores para dirigir el país. Teniendo esto en mente, poco debería sorprender la intrascendencia y falta de rumbo en que se encuentra el gobierno, el cual se ha dedicado a gobernar con las encuestas en mano, sin un proyecto sustancial que ofrecer al país. 

Mientras la clase política no se comprometa a cumplir de manera sobria y seria su labor, la irrelevancia irá en aumento y la crisis política solo empeorará. Lo que necesita Chile no es más o menos políticos, sino mejores políticos, que sean un estandarte para la nación, símbolos de unidad para el futuro, independiente de las legítimas diferencias políticas que se puedan tener. Los líderes han de ser un ejemplo moral. En cambio, si son vanos, vacíos y simplistas, poco debería sorprender que nuestra política también lo sea.