De la mano de los padres

Joaquín Fermandois | Sección: Educación, Familia, Política

En decisión todavía más grave que aquella de las AFP, le antecedió la votación incomprensible, en el Senado, sobre el “derecho” de los niños a asistir a las manifestaciones, sin referirse a la autorización, compañía y responsabilidad de los padres. El reconocimiento a un presunto derecho de los niños a participar en esos actos emerge como parte de un proyecto mayor, de entregarles plena autonomía, hasta adquirir rango constitucional, en apoteosis de la idea de que la Constitución alumbre a El Dorado, utopía pertinaz de nuestra América, de riquezas que fluirían con naturalidad. Nos llueve una especie de orgía de derechos, como felicidades que nos rocíen con el Paraíso Terrenal. Podrían ser buenas intenciones, aquellas que pavimentan el camino al infierno; o muy malas, ya que sabemos en qué termina la búsqueda de un El Dorado: en frustraciones que deprimen o enrabian.

Se origina en un equívoco intelectual y moral debido al predominio en la cultura de masas del freudismo vulgar, que homologa la idea del deber con una represión del desenvolvimiento espontáneo en que consistiría la vida. Olvida que lo grande es que las generaciones mayores guíen a las nuevas —sobre todo las infantiles— hacia la autodeterminación, siempre una experiencia progresiva. Esto es más cierto en la fuente originaria para la gran mayoría de la humanidad, la familia, padre y madre. Hay excepciones por accidentes, por tragedias, porque la vida misma no se deja coger solo en un molde; existe, con todo, una pauta inmensamente mayoritaria desde el origen de lo humano.

La tradición fundamental en términos de educación, milenaria en su ocurrencia, ha sido la primacía de la familia. En el rango, las instituciones y costumbres complementarias vienen después, acompañantes para suplir y orientar: las normas institucionales, en nuestro caso Iglesia y Estado; a partir de la república, la opinión pública y las modernas visiones educacionales; el debate sobre los valores; en casos extremos, que siempre los hay, pero que deben ser excepciones, se debe intervenir, siempre con soluciones parche. Lo vimos por el caso del Sename; raro que esas instituciones puedan reemplazar a la familia. Hubo desde luego una pretensión de sustituir a la familia, el modelo totalitario del siglo XX, tentación recurrente. Sabemos lo que es.

Cierto, los padres tienen el deber —moral, no legal— de orientarlos hacia su comunidad o patria; ellos deciden hasta que llega gradualmente el momento inevitable y necesario de la emancipación. Si lo consideran pertinente, para socializarlos en lo público, que es también nuestro ser, los padres decidirán si los llevan a manifestaciones pacíficas, a la Parada del 19 o a una procesión; o a los tres. Es imposible no pensar que esta disposición aprobada será usada como ariete para debilitar más la legítima autoridad y liderazgo del padre y la madre (si no, ¿por qué no legislar sobre el derecho a tomar helados?).

Y, como todavía no vivimos en el otro mundo, sino que por ahora solo en este, uno piensa que el propósito premeditado de más de alguno es que, al poder asistir a las manifestaciones, la natural curiosidad infantil o las incitaciones arrastren a los niños a la “primera línea”, la carne de cañón, en analogía con los “niños-soldados” de guerrillas latinoamericanas, para inhibir a los agentes del orden en toda medida legítima de contención; o lisa y llanamente imposibilitar su intervención, so pena de acusaciones horripilantes ante la ONU u otras instancias, etc.

Por ello, los niños solo deberían ir a manifestaciones de la mano de sus progenitores, quienes asumirían la completa responsabilidad.

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El Mercurio, el martes 14 de julio del 2020.