La ciudad de los inmortales

Pablo Errázuriz L. | Sección: Arte y Cultura, Sociedad

Memento mori, ¡Recuerda que vas a morir!” repetía un esclavo en la oreja de un general romano victorioso durante su desfile triunfal a través de la Ciudad Eterna. Esta anécdota contada por Tertuliano, sólo grafica una realidad humana perenne en la historia, la muerte como última y absoluta verdad de la vida terrena. Sin importar la grandeza o miseria de nuestra vida, la bondad o maldad, la belleza o fealdad, vamos a morir, en ella existe una igualdad y fraternidad totalizante, en la que, en principio, no somos distintos a las bestias de la tierra como se lamenta Cohélet en el Eclesiastés. Vanidad de vanidades.

Pero a pesar de lo absoluto de la muerte en todo lo vivo –o tal vez precisamente por esto–, el hombre nunca ha dejado de buscar evitarla. Ya los antiguos sumerios retrataban la búsqueda de la inmortalidad como una gran gesta humana, expresada en la primera obra épica, el poema de Gilgamesh. Y es que, a pesar de todo el poder de dicho rey, la muerte no pudo escaparla, ni para él ni para sus seres queridos. El poema termina con la moralizante idea de que la buena vida es vivida con la conciencia de la muerte, como necesaria para sustentar la vida misma. También en el ciclo troyano está constantemente presente la idea del aciago destino de muerte, el cual ni siquiera los dioses pueden evitar para los marcados por este. Por mucho que Zeus ame a Héctor, no puede evitar que caiga ante la lanza de Aquiles, de la misma forma que el hijo de Peleo no podrá evitar la flecha de Paris que habrá de terminar su vida, para congoja de su madre Tetis. Pero la genialidad de los poemas homéricos es que dan una respuesta a esta ansia de inmortalidad. Sí, Aquiles morirá, pero su destino es la eternidad de la gloria, su nombre nunca olvidado y sus gestas cantadas mientras viva el hombre. Si Gilgamesh quería la inmortalidad física, los aqueos se conforman con la inmortalidad del recuerdo. Pero nuevamente, esta forma de inmortalidad conlleva como requisito la muerte natural.

¿Qué valor tiene entonces la muerte en la vida del hombre? 

Borges trata de responder esta duda en un cuento contenido en “El Aleph”, pero de una forma negativa. Relata cómo un hombre se encuentra con los inmortales sin reconocerlos, y con la ciudad que construyeron en su locura eterna. Al mirarla desde lejos, la ciudadela inmortal se aprecia como algo majestuoso, pero en la medida que la recorre por su interior, se espanta del sinsentido, de lo grotesco y aberrante, lo interminable. Finalmente, el protagonista escapa de la ciudad aterrado, sólo para darse cuenta que los hombres que vivían fuera de ésta, en un estado de absoluta barbarie, eran de hecho los inmortales constructores, y que ahora él cargaba con la maldición de eternidad.

Esta figura de la terrible ciudad inmortal refleja la importancia de la muerte. La finitud en nuestra vida nos permite apreciar el valor de las cosas, la belleza y el bien, apreciar lo que es porque un día no lo será. Contemplar el cambio y el porvenir desde la finitud nos abre los ojos, llenándonos de un sentido, de una necesidad de hacer en nuestra vida, de aprovechar el momento y las oportunidades, el carpe diem no en su sentido de mera búsqueda de placer, sino que en el de aprovechar nuestra realidad no como un permanente, sino que como una oportunidad.

Los inmortales de Borges habían devenido en seres barbáricos precisamente porque la inmortalidad les había quitado la capacidad de apreciar los grandes valores humanos, el cambio como una oportunidad. Es por esto que lo que los despierta del barbarismo es justamente lo impredecible, la lluvia en el desierto que habitaban. Este suceso inesperado, los vuelve a llenar de sentido, de que hay un misterio al que aspirar, un ideal que no depende de ellos, sino que de una fuerza externa que los colma. 

Su ciudad es aberrante porque no tiene una razón de ser, es solo expresión de la eterna miseria de ver un mundo cambiante desde una perspectiva que no cambia, ver el paso del tiempo y de las cosas bellas sin que en ese flujo la existencia propia vaya a algún lugar. Similar desgracia es la de los elfos en las historias de Tolkien. Su inmortalidad los condena a ver destruido todo lo que aprecian, a ver el mundo cambiando de formas que no pueden evitar, no pueden conservar nada precisamente porque ellos no están en el tiempo. Y el regalo de los hombres es la muerte porque justamente esta es la que abre la puerta a los grandes ideales, la capacidad de cambio les permite mejorar el entorno y a sí mismos, con la conciencia de que se debe apreciar la realidad como es, no como fue, porque toda flor se marchita.

Y es precisamente una meta la que despierta definitivamente en Borges a los desgraciados inmortales, su barbarismo se acaba cuando se dan cuenta que si tienen una aspiración, que pueden volver a ser hombres, que pueden recuperar la feliz muerte. Y la búsqueda para recuperar esta es la que los eleva desde el barbarismo nihilista en que se encontraban sometidos. La redención de la grotesca Ciudad de los Inmortales está en su destrucción.

El contexto de la pandemia también a nosotros nos invita a volver los ojos hacia la muerte. En un tiempo en que la medicina extiende enormemente la vida, en que todos podemos esperar con cierta confianza una vida larga para nosotros y nuestros seres queridos, nos olvidamos de nuestra propia finitud. Incluso se atisba una esperanza de que eventualmente la tecnología elimine la muerte de una vez por todas. Pero esta soberbia de eternidad solo nos llevará a la incapacidad de ser hombres, a perder las cosas que nos elevan por miedo al fin. La enfermedad es un duro recordatorio de que, en último término, aun si logramos alargar la vida enormemente, la muerte de una forma u otra nos alcanzará, y en la eterna búsqueda por evitar lo inevitable se nos habrá ido la vida y el tiempo, la verdad y la belleza, lo que buscábamos conservar para siempre fuera de nuestro alcance, y el fin que queríamos eludir riéndose de nosotros y de nuestra vanidad de vanidades.